Flores a los muertos (y a los vivos también)

20 de Febrero de 2019

[Por: Francisco Bosch]




[En un pequeño rincón, de un mínimo país, unas comunidades silenciosas se reúnen a hacer memoria. Dicen celebrar la vida pero cargan a sus muertos. En ese misterio, me convidan a ser parte de su fiesta. Recojo la invitación, miro lo que he aprendido junto a ellas, y les devuelvo este espejo]

 

Todo lo que nos hace daño y lo que nos salva de la cultura que nos cobija y habita, puede verse en pequeñas secuencias de nuestra vida, en historias mínimas que nos tejen y narran. Hoy, para recordar a los muertos necesito también hablar de los vivos, y en esto algo tiene que ver mi mamá Monica. Entre Miguel y José, los puentes de flores.

 

Aprender por amor, desaprender por honradez

 

Crecí en una ciudad de Mar. Soy bisnieto de migrantes, de escapados de la guerra, de constructores, de trabajadores, de gente del campo. En mi familia se mezclan esa infinidad de colores que hacen del argentino una mezcla que denuncia todo intento de purezas. 

 

Mi mamá, también es hija de esa herencia, fue amamantada en ese legado. Judíos Ucranianos, golpeados por ambos lados, huidos de toda barbarie, le habían enseñado que ‘los muertos entierran a los muertos’. Parece que eso lo había dicho un tal Jesús, aunque es raro, porque solo los vivos podemos enterrar a los muertos. De todos modos, mi mamá, cada vez que salía el tema de la muerte en mi infancia repetía una frase que me educaría en mi relación con los muertos: ‘Flores a los vivos, no a los muertos’.

 

Era su manera de denunciar el descuido de los vivos y ese amor que se despierta después del entierro, porque el que ya no está. Pero era también la forma de condensar un mal que atraviesa nuestra cultura occidental: esconder y olvidar lo más pronto posible al muerto, un trámite exprés de velatorio y un entierro  sin tierra. Después, la memoria en secreto, las lágrimas a escondidas. En mi ciudad, cada 2 de noviembre, no hay fiesta con los ancestros, no hay comida en los cementerios, no hay colores en las lapidas. Aquí no sabemos de lo fundamental de ese abrazo. 

 

Crecí con esa mirada. A los veintiún años ya vivía en Las Palmas, en San Salvador, mientras estudiaba teología. La academia hacia su trabajo para abrirme la cabeza, pero es siempre la realidad la que da su cátedra definitiva. En una tarde cualquiera, mientras tomábamos café con el Chele (mi gran compañero de vida), llego Juan Carlos (un gran vecino y luego mi compadre). Le servimos una taza de café, toda la champa olía a cerro, a grano recién tostado. Ese día el nos habló por primera vez de su madre, ya finada. Después de oírlo por más de una hora, la arrogancia de mis certezas dijeron: ‘Juan, flores para los vivos. Está bien enflorar el día de todos los muertos, pero uno no puede vivir lamentándose en esa memoria’. Juanca me miró, lo recuerdo, con esa mirada que se regala a los que orinan fuera del huacal. Me miró con cariño y me bajo línea con algunas palabras fuertes que yo no podía comprender en ese entonces. 

 

Enflorar a Miguel

 

“Y si de repente dicen que no estoy, no temas. Me fui a la caja de cerillas, a la cabeza de un fosforo a encenderse y vestirme de luz transitoria. A quemar los dedos de quien escoja mi luz. Y si de repente te dicen que me fui, no les creas. Aquí estoy”. Miguel Cavada Diez

 

En febrero de 2011 murió Miguel. Antes de eso había vivido, como todos nosotros. Pero él había vivido con un peculiar sazón: Miguel Cavada fue un cuidador de la palabra de San Romero, un profesor apasionado , un pedagogo popular, un animador de comunidades, un esposo y padre de familia, entre muchas cosas. Pero vale la pena decir, que Miguel fue un jugador, es decir, un ser humano que comprendió que el juego es una posibilidad infinita de nuestra especie, una caricia para el alma golpeada de hombres y mujeres recias. 

 

Miguel y todas sus historias fueron enterrados en horizontal. Recuerdo perfectamente como cada domingo en la cripta de Monseñor Romero, antes de ser el santito oficial, las mujeres que habían cuidado su cuerpo y su legado, rezaban por Miguel en cada misa. Era como un salmo continuo, el pedido de salud para el hermano Miguel. También recuerdo la bronca compartida, el dolor, cuando Dios se lo llevó. Sentimos que no nos había escuchado, que no lo había sanado. 

 

Fue ese noviembre que visité por primera vez un cementerio un día de todos los muertos, sintiendo que me pesaba un muerto propio. Fuimos un grupo de amigos y compañeros, que estudiábamos y tallereabamos la fe juntos. Fuimos a agradecerle a Miguel su paso por nuestra vida, fuimos a celebrar su memoria con las flores que solo pueden cuidar los muertos que amamos. 

 

Pero también, flores a los vivos…

 

Cuando Miguel Cavada murió algo nos pasó. Nos había pasado con vecinos asesinados en la locura de matarnos entre hermanos en los barrios. Nos había pasado con la muerte, cuando tocaba a nuestra puerta en forma de enfermedad. Pero nos pasó distinto, porque un puente se comenzó a crear entre ellos, los muertos, y nosotros, los todavía vivos. 

 

Por eso pienso en lo que me enseño mamá en mi infancia (y que ahora ni ella misma cree), y pienso que siendo mentira, tiene algo de verdad: debemos poder enflorar a cada uno de nuestros muertos, reconocer que son nuestra raíz, nuestra fuerza de linaje. De ellos venimos, somos sus hijos, sus nietos, su herencia. La fuerza de nuestras raíces está en esos cuerpos que descansan panza arriba en cualquier cementerio del mundo. Ellos nutren nuestra tierra. Y nosotros, cuando enfloramos y los recordamos, celebramos tener este hermoso humus, agradecemos la calidad de hermanos y hermanas que Dios nos ha regalado, porque gracias a ellxs podemos tener vida en abundancia. 

 

Por todo esto, doy gracias por Miguel Cavada, y en su nombre a todos los que descansan en la tierra. Sin ellos y ellas no podríamos sonreír, no podríamos caminar, no podríamos creer, y sobre todo, no podríamos luchar por un mundo nuevo.

 

Pero también resulta cierto aquello que repetía mi madre: hay que enflorarnos en vida, celebrar nuestra existencia, festejar cada cumpleaños con la certeza de que la fiesta presente es nuestra venganza frente a los que nos quieren tristes. Hay que pelar los dientes en comunidad, tirar un poco de agua al cielo para mojarnos juntos y preparar unas cuentas tortillas para alegrar las tripas. 

 

Y en esta memoria de los vivos, me permito agradecer por otro hombre, por un viejito de ‘pasos cortos y camino largo’, que las comunidades eclesiales de base conocen y aman. José Marins, con el que tuve el regalo de trabajar en Paraguay hace unos días. Más de 80 años, testigo del Concilio y Medellín, memoria viva y comprometida con la Iglesia de los pobres.  No ha parado de  recorrer comundiades de todo el mundo contando la buena nueva del concilio hecha carne en Medellin: El Dios de Jesus nos exige hacer comunidad de hermanos para cambiar el mundo desde abajo. 

 

Una flor para José, mientras el dibuja en algún palelografo, los garabatos necesarios para explicar, con absoluta pasión, que debemos volver al primer nivel de Iglesia que son las comunidades, que debemos des-ropar a la iglesia de todo adorno imperial, que debemos encontrarnos con la fuerza del primer movimiento de Jesús. Y entre dibujos y sonrisas, una flor para José, que lleva 50 años visitando comunidades y afirmando que solos no podemos, que nos salvamos únicamente en comunidad. 

 

Una flor que nos encuentre, a vivos y a muertos. Una flor para agradecer la herencia de los que lucharan con su fe y este presente que nos exige más compromiso. Una flor porque es regalo del buen Dios, igual que estas vidas. 

 

PD: Un puente de flores, como en COCO

 

Somos lo que logramos interpretar y contar. Por eso a veces las imágenes dicen mucho más que las letras. Mi hermana Brenda hizo que me dé cuenta que La película COCO, que intenta mostrarnos la fe de los mesoamericanos por los ancestros, tiene esta idea de las flores para vivos y muertos. Los pétalos de flor son, en esa película, los que forman un puente entre el mundo de los muertos y los vivos. 

 

Las flores son el puente. Que así siga siendo, en cada cementerio del mundo, en cada mesa compartida.

 

Francisco Bosch

-en memoria de Miguel Cavada, celebrada en las comunidades-

 

 

Pie de foto: Padre José Marins, en seminario intensivo de jóvenes Cebs cono sur, enero 2019.

 

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