Munus Santificandi: Ministros en las comunidades indígenas y el derecho de acceso a la Eucaristía

03 de Agosto de 2019

[Por: Cardenal Walter Kasper]




Es una alegría para mí ser invitado para aportar al sínodo para la Amazonía. Tengo que decir pero que nunca fui a esta región. Por lo tanto, sería engreído de mi parte hacer propuestas concretas para la pastoral de este territorio. Sólo puedo ofrecer un humilde aporte como teólogo europeo, pero confío no sea “europeocéntrico”. En este sentido, me gustaría explicar mi tesis integrándola en un contexto teológico más amplio.

 

Comenzaré destacando el enlace entre la celebración de la Eucaristía, la santificación de la vida y el cosmos; luego explicaré cómo la Eucaristía, el centro y culmen de la estructura sacramental de la Iglesia, requiere de un derecho a la Eucaristía; en la tercera parte quisiera aclarar lo que significa el derecho a la Eucaristía y al final concluiré con tres breves respuestas a la pregunta inicial concreta sobre los ministros de cultura indígena. 

 

1. La Eucaristía Dominical – Santificación del cosmos y de la vida 

 

Para entender lo que significa el munus sanctificandi necesitamos integrarlo en el marco de la teología bíblica fundamental: Dios es santo y la santidad es su atributo fundamental. La santidad es, por así decirlo, la expresión de su ser Dios y una expresión de su superioridad frente a todo el mundo que es creado, lo que es muy importante tanto para la Biblia como para los pueblos indígenas: Dios no es una realidad lejana, es omnipresente. Así, el cosmos y la naturaleza en su belleza y armonía relucen y reflejan la santidad de Dios y son algo sagrado, que demanda respeto. 

 

En este sentido se puede decir que el munus santificandi es parte del orden cósmico y del ser humano y por lo tanto el momento celebrativo del sábado, no es sólo un precepto positivo sino corresponde al orden de la misma creación (Gn 2,3). Con la santificación del séptimo día Dios dio un orden y un ritmo al tiempo que está inscrito en la misma realidad1 y por tanto se volvió un derecho humano, basado en su propia naturaleza2. A esta altura brota mi primera pregunta: ¿cómo no podemos conceder este derecho de criaturas a los pueblos de la Amazonía? 

 

En el Nuevo Testamento, el día sábado fue remplazado por el primer día, el domingo, el día de la resurrección del Señor, que es el comienzo de la nueva criatura y, por lo tanto, el cumplimiento del día sábado (Mt 28,1; Mc16,2; Lc 24,1; Jn 20,1). Los domingos bendecimos el pan y el vino, los frutos de la tierra y del trabajo del hombre, para que estas realidades naturales y culturales se transformen y se conviertan en el cuerpo y la sangre de Cristo, e indirectamente se transfigura también toda la criatura incluida en esta transfiguración. En la celebración y transformación eucarística comienza la transfiguración escatológica de todo el cosmos; comienza también la transformación del trabajo del hombre y su cultura, porque el pan y el vino no son solamente natura, son también frutos de la cultura humana. 

 

Este es, en mi opinión, un aspecto no irrelevante para pueblos como los de la Amazonía que están íntimamente ligados a su hábitat y a su cultura y, en el mismo tiempo, tienen un sentimiento por lo sagrado de la naturaleza y del cosmos. Para ellos la Eucaristía tiene una relevancia y una dimensión que lamentablemente hemos perdido a menudo en nuestra cultura urbana moderna. Por lo tanto, surge mi segunda pregunta: ¿cómo no podemos reconocer (texto original: conceder) este simbolismo eucarístico a los pueblos, que lo entienden mejor que nosotros y que lo necesitan para su vida diaria a menudo dura. ¿Cómo podemos negarles la celebración de la Eucaristía con formas y canciones apropiadas a su cultura? 

 

Esta pregunta se vuelve aún más urgente y significativa si echamos un vistazo a la tradición inmediatamente post-bíblica y post-apostólica. Ya en la Carta a los Hebreos tenemos una primera indicación para la asamblea dominical (10,25), que es reforzada por el filósofo y mártir Justin (+165) en su primera Apología, donde dice: «Los domingos tenemos un convenio. Porque es el primer día, en el cual Dios a través de la transfiguración de las tinieblas y la materia primordial creó el cosmos, y porque Jesucristo, nuestro salvador, este día resucitó de la muerte» (1,67). 

 

Ignacio de Antioquía (+ 115/117) en la Carta a Los Magnesios escribe: «Así pues, si los que habían andado en prácticas antiguas alcanzaron una nueva esperanza, sin observar ya los sábados, sino moldeando sus vidas según el día del Señor, en el cual nuestra vida ha brotado por medio de Él y por medio de su muerte que algunos niegan […] ¿cómo podremos vivir aparte de Él» (9,1s). Se tenga en cuenta que por Ignacio, el cristiano vive según el domingo; el domingo no es un día como cualquier otro, el domingo moldea y forma toda la vida cristiana. A esta altura podemos añadir la famosa frase de los mártires de Abitinia (+180). Ellos respondieron al juez pagano: «No podemos estar sin la cena del Señor». Y una de las mártires confesó: «Sí, fui a la asamblea y celebré la cena del Señor con mis hermanos, porque soy cristiana.»3 

 

Desde estos testimonios derivó el mandamiento según el cual los fieles deben participar en la Misa todos los domingos y festivos4. Este mandamiento es formalmente sólo un mandamiento eclesial, pero si el Catecismo de la Iglesia Católica afirma que obliga bajo pecado grave,[1] declara entonces que se trata de un mandamiento del que depende la salvación y la vida eterna de la persona. Tal mandamiento, bajo la amenaza de la pérdida de la vida eterna, no sólo puede ser un mandamiento de la Iglesia, sino que necesita de fundamento en el mandamiento divino. Así que me hago una tercera pregunta: ¿cómo hace una entera iglesia local, como la de la Amazonía, para ser una iglesia en la tradición apostólica sin la regular celebración eucarística dominical? 

 

2. La Eucaristía en la economía de la salvación 

 

Tomemos el íncipit de la Biblia, porque la Biblia es el alma de toda teología (OT 16). Notamos: la Biblia no es la norma de la que se extraen las conclusiones, ni el fundamento sobre el cual se construye una arquitectura especulativa. Más bien, la Biblia es el alma, es decir, la fuente inspiradora que da el aliento e impulso a la vida cristiana y es la fuente inspiradora y vivificante en las distintas situaciones culturales, como ya demostrado por los diferentes relatos bíblicos de la última cena de Jesús que presentan rasgos de inculturación. 

 

Comencemos desde la última cena de Jesús y la víspera de su muerte (Mt 26,26-29 par; 1 Cor 11,23-25). Esta cena se deriva de la tradición de la Pascua judía en memoria del Éxodo y de la liberación de Israel de la casa esclavitud en Egipto (Ex 20,2; Dt 5,6). Si se leen cuidadosamente los textos en el libro del Éxodo se puede ver que no se trata sólo de una liberación política. En las disputas de Moisés con el faraón se evidencia que Moisés le pidió al faraón la libertad de adorar a su Dios (Ex. 4,22; 5,1; 7, 16.26 e.a.) que se le había revelado en el desierto en la zarza ardiente (Ex 3). En términos modernos se puede decir que se trata de la demanda de libertad de culto, que es fundamento de la libertad política.

 

El Éxodo comenzó con la cena del cordero pascual, que luego, por orden de Dios a través de Moisés, se tendrá que celebrar cada año de parte del pueblo de Israel como cena Pascual judía. Esta celebración de la Pascua junta con el rito de circuncisión y la observancia del día sábado se convirtió en la vinculación constitutiva de la solidaridad del pueblo de Israel y permaneció hasta hoy día, especialmente en la diáspora. 

 

En esta tradición del pueblo de la Primera Alianza Jesús celebró su última cena y lo hizo con los Doce, a quienes escogió como representantes de las doce tribus de Israel en el pueblo escatológico del Nuevo Testamento. En aquel momento estableció la nueva tradición: «Hagan esto en memoria de mí» (Lc 22.19; 1 Co 11.24s). Así como la cena pascual judía hace presente el Éxodo y la liberación de Egipto, también la Cena Pascual neotestamentaria hace realidad el Éxodo y la liberación del pecado y de la muerte: se constituye en el comienzo de la nueva vida en el reino de Dios (Lc 22.16 par.). Por lo tanto, la cena eucarística no es un accesorio, sino es constitutiva del pueblo neo-testamentario de Dios, para su supervivencia y solidaridad. 

 

El momento constitutivo también es subrayado por el evangelio de Juan en el discurso de Jesús después de la multiplicación de panes. Primero Jesús dice: «Yo soy el pan de vida» (6,35. 48. 51) y luego: «yo doy el pan para la vida del mundo (Jn 6,47). » Si uno come de este pan vivirá para siempre» (6,59). «Si no comen la carne del Hijo del Hombre y no bene su sangre, no tienen vida en ustedes» (6,53). «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (6,56). Son palabras fuertes, categóricas e inequívocas. Si no comemos pan eucarístico, no participamos de Cristo y no tenemos vida eterna. Sin la cena eucarística un cristiano no puede sobrevivir. La participación eucarística es una cuestión de vida o muerte para los cristianos. Por lo tanto hay la intimación del Señor a los Doce «Denle ustedes de comer» (Mt 14,16). ¡Esta intimación también vale para los sucesores de los apóstoles! 

 

Para el apóstol Pablo la Eucaristía no es sólo alimento individual sino es alimento eclesial que edifica a la Iglesia. Pablo sabe que gracias a nuestro bautismo somos hechos miembros del cuerpo de Cristo de una vez para siempre (Rm 6,3-11). Sin embargo, el bautismo es sólo el principio y el fundamento de la nueva vida en Cristo. Esta debe crecer y madurar; sin el viático de la Eucaristía el pueblo de Dios se cansa en su camino, se debilita, se marchita y corre el riesgo de morir de hambre y sed. Por lo tanto, la participación al cuerpo de Cristo debe fortalecerse mediante la participación a la misma mesa. «¿El cáliz de bendición que nosotros bendecimos, no es acaso la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es acaso comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto uno sólo es el un pan, aun siendo muchos, un solo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan.» (1 Co 10.16 s). 

 

La teología de los Padres de la Iglesia tomó las palabras de Pablo para expresar el carácter de comunión eucarística. San Agustín define la Eucaristía “sacramentum unitatis et vinculum caritati”6. Incluso afirma que en la Eucaristía la Iglesia celebra lo que es; “vuestro misterio está en el altar”7. Tomás y Buenaventura resumen esta tradición y dicen que la Eucaristía es un signo e instrumento de la unidad de la Iglesia8. Herramienta, porque la Iglesia celebra la Eucaristía; signo, porque la Iglesia vive de la Eucaristía. 

 

La enseñanza del Concilio Vaticano II es clara: la participación en la Eucaristía es la fuente y el ápice de toda vida cristiana (LG 11); es símbolo de esa unidad del cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación (LG 26); es el centro y la culminación de toda la vida de la comunidad cristiana (CD 30); La Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia; es la fuente y la culminación de toda evangelización (PO 5). El Papa Juan Pablo II y el Papa Benedicto se hicieron eco de la famosa frase de Enrique de Lubac: «La Eucaristía construye la iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía» (26)9.

 

Decir que la Eucaristía es central y ápice significa decir que es el centro y la culminación de todo el orden de los sacramentos que acompañan a la vida, de principio a fin. El bautismo al nacer, la confirmación en la adolescencia, el sacramento de la penitencia cuando la vida cristiana es herida, y en la hora de la enfermedad grave y la muerte la unción de los enfermos. Los sacramentos centrados en la Eucaristía acompañan y santifican toda la vida humana en sus momentos cruciales y lo hacen no sólo a través de las palabras, sino también a través de símbolos que los pueblos indígenas entienden mejor que nosotros que vivimos en una civilización más o menos secularizada. 

 

En la encíclica Laudato Sí (2015) el Papa Francisco expresó esta dimensión integral y cosmológica: «En la Eucaristía la plenitud ya se ha realizado, y es el centro vital del universo, el centro lleno de amor y vida inagotable. Unido al Hijo encarnado, presente en la Eucaristía, todo el cosmos da gracias a Dios. En efecto, la Eucaristía es en sí misma un acto de amor cósmico» (236). Por lo tanto, la Eucaristía tiene su relevancia para el respeto y para la preservación de la integridad de la creación. 

 

Permítanme terminar estas reflexiones con otra pregunta. Si sin participación en la Eucaristía falta algo esencial en el ser Iglesia y si sin comer a la mesa eucarística la comunidad fraterna y la unidad de la Iglesia se debilitan, se desmoronan y corren el peligro de disolverse, la cuestión es: las comunidades cristianas, ¿cómo pueden ser Iglesia en sentido pleno de la palabra si no participan regularmente en la celebración eucarística? ¿Sin la Eucaristía, no les falta algo, no falta a ellas el centro, no carecen de lo esencial del ser Iglesia? ¿Cómo se les puede negar entonces el derecho a la Eucaristía?

 

3. ¿Qué significa derecho a la Eucaristía? 

 

Algunos creen que en la economía de la salvación no puede haber derecho, porque todo es gracia. De alguna manera esto es correcto, pero todo depende de lo que signifique el término «derecho». Es obvio que no hay derecho en el sentido de pretensión subjetiva, pero este no es el significado original del término «derecho». «Derecho» en el sentido etimológico (en italiano diritto, en francés droit, en inglés right, en alemán richtig) significa lo que es «recto» en el sentido común, lo que es justo y ecuánime o más bien, como dice la liturgia, lo que vere dignum et iustum est. 

 

En las religiones de los pueblos, tal justicia proviene de un orden sagrado cósmico. La Biblia, por otro lado, habla en hebreo de mispat, en griego de dike, es decir de un orden establecido por Dios en la creación y en la revelación histórica de la salvación. En teología hablamos de un ius divinum10. Sin embargo, este ius divinum nunca lo tenemos químicamente puro, sólo lo tenemos en el lenguaje humano. “En la Sagrada Escritura, pues, se manifiesta, salva siempre la verdad y la santidad de Dios, la admirable «condescendencia» (synkatabasis) de la sabiduría eterna”, –como dice el Concilio Vaticano II– «para que conozcamos la inefable benignidad de Dios, y de cuánta adaptación de palabra ha uso teniendo providencia y cuidado de nuestra naturaleza» (DV 13). 

 

La condescencia final tuvo lugar en la encarnación del Logos en Jesucristo (Jn 1,14). Pero, Jesús no solo nos ha dejado palabras; para no dejarnos como huérfanos, nos dejó otro Paráclito, el Espíritu de la Verdad, que siempre permanece con nosotros (Jn 16,8. 26; 15.26) para recordarnos todo lo que Jesús dijo (Jn 14, 26). Este Espíritu (como afirma el Concilio) está siempre en diálogo con la esposa de Cristo, que es la Iglesia, para introducirla en toda la verdad (Jn 16,13) (DV 8). El Espíritu no es un Espíritu de innovación, sino un Espíritu que nos ayuda a descubrir la eterna novedad en la nunca agotada y jamás exhaustiva riqueza del misterio divino revelado en Cristo. 

 

Por lo tanto, el ius divinum no es un código de normas, ni siquiera una colección de la llamada ipsissima vox de Jesús, que los exégetas reconstruyen históricamente desde los cuatro Evangelios. Eso no crea un fundamentalismo bíblico, ni crea un fundamentalismo dogmático. La tradición no es como una pieza de arte antigua conservada en una caja de vidrio para que no se toque. No es una laguna estancada, sino un manantial del que brota agua dulce. Es una carta escrita no en tinta y en papel, no en tablillas de piedra, sino escrita por el Espíritu en el corazón de los fieles, para que el Apóstol pueda decir: la carta son ustedes, y porque está escrita en los corazones, la carta es leída y conocida por todos los hombres (2 Cor 3.1-3). 

 

Todos los fieles han recibido el Espíritu en el bautismo y en la confirmación; todos constituyen el pueblo santo de Dios (1 Pt 2,4-10; Ac 1.6; 5.9s) (LG 10). Todo el pueblo de Dios debido al sensus fidei goza de la infalibilidad in credendo (LG 12: EG 119) y participa en la función profética de Cristo (LG 13). En este sentido John Henry Newman pudo publicar su famosa contribución: «On consulting faithful in matters on faith” (“Sobre la consulta a los fieles en materia doctrinal”). En su tiempo no les gustó a todos; sin embargo, en unas semanas será canonizado. 

 

Para conocer y comprender la auto-tradición de Cristo, que es su auto-comunicación en el Espíritu a la Iglesia, se necesita sentire ecclesiam, vivir la Iglesia y vivir en la Iglesia, que a veces puede ser también un sufrir con la Iglesia. No hay magisterio sin compartir la fe vivida del pueblo de Dios. La introducción del Espíritu en toda la verdad se da caminando juntos en la fe (Papa Francisco). Esto es el sentido de un sínodo. El término griego synodos significa estar juntos en el camino, ser synodoi11, es decir, compañeros en el camino y escuchar juntos lo que el Espíritu dice a las iglesias (Ac 2,7. 11.17. 29 e.a.). 

 

Tres conclusiones concretas 

 

1. El derecho canónico conoce los derechos individuales y comunitarios, pero nunca habla explícitamente del derecho a la Eucaristía de las comunidades. La Instrucción de la Congregación para el Culto Divino Redemptoris sacramentum (2004) insiste en que los fieles disfruten del derecho a tener la celebración de la Santa Misa tal como se establece en los libros litúrgicos y normas litúrgicas. Pero parece extraño hablar del derecho a celebrar una Misa según lo prescrito, por no hablar del derecho más fundamental de acceso a la Misa para todos. 

 

Según todo lo que hemos dicho, existe tal derecho no sólo subjetivo, no sólo por una reivindicación individual, sino por un derecho comunitario que deriva de la esencia de la Eucaristía y de su lugar en la economía de la salvación. Puede haber circunstancias extraordinarias, como situaciones de persecución, guerra, desastres naturales, accidentes graves, etc. que hacen imposible la celebración eucarística, pero si en circunstancias normales las comunidades alrededor tienen espacios y distancias que permiten sólo una o dos veces al año tener acceso a la Eucaristía carecen de algo esencial para ser Iglesia. Estas comunidades tienen el derecho de que el obispo haga todo lo posible de su parte para cambiar esta situación. 

 

2. La razón principal de esta situación es la escasez de sacerdotes y candidatos al sacerdocio en la Amazonía. Hay muchas razones para esta escasez. Pero la mayor razón para los pueblos indígenas, como afirman quienes tienen experiencia es la vida en el celibato, considerada por la Iglesia como altamente adecuada para el sacerdocio (LG 42; PO 16; OT 10)12. El celibato es sin duda un valor y una riqueza de la Iglesia que hay que defender y promover, pero hay una jerarquía de valores. El celibato no es el valor supremo, que tiene prioridad sobre todos los valores de iure divino, como la estructura sacramental de la Iglesia. El celibato es un carisma, un don gratuito de Dios, que quiere ser aceptado y vivido en plena libertad. Por lo tanto, no se puede hacer de la teología del celibato, por loable que sea, una ideología. La Iglesia debe impetrar a Dios, pero no puede forzarlo. 

 

El celibato puede ayudar y facilitar el ministerio pastoral, pero no debe llevarnos a una Iglesia de visitas en lugar de una Iglesia que permanece, acompaña, está presente y comparte la vida cotidiana y sirve para santificarla. Por lo tanto, se debe escuchar lo que el Espíritu sugiere a las Iglesias, reflexionar y meditar a conciencia si en esta situación es deseable con el consentimiento del Papa ordenar al sacerdocio hombres de fe probada que viven la vida matrimonial y de familia (llamados viri probati). De la misma manera, es necesario identificar qué tipo de ministerio oficial se puede otorgar a las mujeres tomando en cuenta su importante papel que ya desempeñan en las Comunidades Eclesiales indígenas. 

 

3. Los dones eucarísticos son «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», es decir, fruto de la cultura que el Creador ha confiado al hombre (Gen. 2,15). Así, la Eucaristía se entreteje con toda la naturaleza, el cosmos y la cultura indígena. Por lo tanto, se pide con toda legitimidad una inculturación de la celebración sacramental y por consiguiente también de los celebrantes que viven en ese entorno natural y en la cultura indígena, es decir, a lo menos estén dispuestos a sumergirse, entender, estimar y amar a esta cultura. 

 

Aquí no puedo profundizar en la teología de la inculturación (ver E.G. 115-118). Pero vale la oportunidad de recordar que la inculturación no es sólo una aculturación, es decir una adaptación que introduce algunos elementos de la cultura indígena en la liturgia cristiana. La inculturación va más allá y es más profunda; implica una penetración interior y una transformación de la cultura desde dentro. En cierto sentido podemos hablar de una transformación de la cultura a través de un proceso de Pascual. 

 

A la pregunta de cómo debe llevarse a cabo concretamente una inculturación de este tipo no se puede responderse en abstracto. En la práctica, las respuestas concretas no se pueden deducir teóricamente de los principios generales, sino sólo a través de la virtud de la sabiduría y la prudencia, iluminadas por el amor13. Incluso Dios gobierna el mundo no como una máquina que se carga mecánicamente, sino con sabiduría y providencia. La prudencia y la sabiduría son las virtudes fundamentales de cualquier gobierno sea civil que eclesiástico. Por lo tanto, concluyo con el deseo de que Dios bendiga con esta prudencia y con esta sabiduría, juntas con el valor necesario a la parresia bíblica el sínodo inminente para el bien de los pueblos de la Amazonìa y tal vez profético para la Iglesia universal. 

 

1 [1] Cfr la carta apostólica del Papa Juan Pablo II´, Dies Domini (1998) y el catecismo de la Iglesia Católica, n. 2168 – _2195. 

2 Tomás de Aquino, S. th II-II q. 122 a. 4. 

3 Acta SS. Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in Africa 7, 9, 10: Pl 8, 707.709-710, cit. en Juan Pablo II, Carta Apostólica Días de dominio, (1998) 46. 

4 Cic enlatar. 1247 

[1] Catecismo n. 2181 

6 Agostin, En Jo26,13. 

7 Agustin, Sermones, 272. 

8 Tomàs de Aquin, S. th III, q. 73 a. 6; Bonaventura, Sent. IV d.8 p.2 a.q. 1. 

9 Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 26; Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 14 (2007). 

10 Cnfr. K. Rahner. Über den Begriff des “Jus divinum” mi katholischen Verständnis, in Schriften zur Tho-logie, Bd. 5, Einsiedeln 1962, 249.277; LthK 5 (1966) 697-699.

11 Véase Ignacio de Antioquía, Ad Eph 9.1. Sobre el tema del sínodo: el Papa Francisco con motivo del 50 aniversario del sínodo de los obispos, en: AAS 107 (2015) 1139; Constitución Apostólica sobre el Sínodo de los Obispos Episcopalis communio (2018) 

12 Pablo VI, encíclica, Sacerdotalis cælibatus (1967). 

13 Tomas de Aquino, S. Th. II/III q. 47 a. 1-3

 

Imagen: http://elcatolicismo.com.co/es/noticias/20146-el-cardenal-kasper-habla-sobre-el-sinodo-y-los-sacerdotes-casados.html 

 

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