Milto, la revolución de la comunidad de vida (en memoria de Jean Vanier, toma I)

10 de Mayo de 2019

[Por: Francisco José Bosch]




He ejecutado un acto irreparable,

he establecido un vínculo.

(El tercer hombre, Borges, 1981)

 

Llega a mis oídos que un canadiense ha muerto. Ha muerto en Europa, rodeado de personas con discapacidades visibles: hombres y mujeres débiles, llenos de límites que nadie podría dejar de ver. Yo no conozco Europa y tampoco conocí al finado Juan, pero algo de su vida ha cambiado la mía. Algo nos ha unido en vocación y destino, a los que siendo rotos, abrazamos los límites que nos hermanan. 

 

Nos presentaremos por nuestros vínculos

 

Una telaraña de abrazos vincula la vida de Juan Vanier, anciano de 90 años convertido por las personas con discapacidad, y mi vida, joven de 31 años nacido en la costa del Atlántico. Y es esa telaraña de vínculos, la única carta de presentación que tendremos el ‘Día del abrazo’.

 

Siendo que Juan acaba de abrazarse con todos los que pueblan el cielo, necesito pensar en esa red, en esos vínculos, en los abrazos que hacen posible ese Abrazo. Y para eso, necesito presentar en primera persona, haciéndome carga de esas historias, la vida de dos vínculos que me unen a Juan Vanier y me obligan a celebrar su Pascua.

 

Yo puedo hablar de Juan, porque conocí a Milto. Así, sin n. En realidad Él me conoció antes que yo lo conociera, es de esas historias que parecen ficción de la mala: yo buscaba trabajo desesperado en mi primer mes de vida en El Salvador, con 21 felices años y sin un peso. El me recibió en una oficina que busca los niños desaparecidos de la guerra salvadoreña, me llamó por mi nombre, comimos y hablamos sin parar por dos horas, y al terminar la charla me invitó a vivir con él. Convivimos por un año, me regaño como mi padre, me cuido y me enseñó el criterio de los pobres para cada decisión de la vida. Me presentó a Facundo Cabral, un paisano desconocido por mí hace diez años. 

 

Milto y su locura, fue una tromba que envolvió mis intuiciones y mi inicio de estudio teológico, con el caos popular. Su vida era marcada cada fin de semana por una comunidad de base de su natal Usulután, tierra de calor y violencia, donde se reunía (y se reúne) una comunidad cada semana, para rezar, gritar al cielo, masajear los cuerpos de niñxs con parálisis cerebral, abrazarse y seguir cargando la vida nomas. Yo pude verlo, olerlo, saborear con ellos el plato grande de la sopa que alcanza para todos, debajo del fresco del único árbol que los cobija. Allí, con Milto y más de 30 familias, escuche por primera vez el nombre de Juan, el loco del Arca, el amante de los límites, el aprendiente eterno de los descartados. 

 

Con esa comunidad, celebramos la vida del santo de América, viajamos al Arca de Choluteca Honduras, bailamos la vida y enterramos muertos. Nada de lo que deba ser vivido pasaba (y pasa) fuera de ese entramado comunitario. En medio de la barbarie de la violencia fratricida, la Comunidad Monseñor Romero de Usulután recrea lo cotidiano desde el amor. Soy testigo.

 

Por Milto puedo hablar de Juan. Y por las personas con discapacidad que han ayudado a sanar mi vida, puedo decir con ellos que ‘toda persona es una historia sagrada’. Desde ahí, ni un centímetro atrás, en tiempos de odios renovados…

 

 

Pie de foto: Comunidad Monseñor Romero de Usulután y Comunidad del Arca Choluteca rezamos en las vísperas de la beatificación de Romero, en la tumba del santo, en San Salvador. 

 

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