Decile a alguien que yo estoy aquí

15 de Noviembre de 2019

[Por: Rosa Ramos]




La ciudad así viva, agonizando en cada desesperanza 

brotada en el asfalto familiar 

la ciudad vestida de gris…

 endurecidas de indiferencia duro asfalto 

que separa un rostro de otro rostro. 

Óscar Adolfo Chapper 

 

En pocos días se celebra la III Jornada Mundial de los Pobres, aunque todos los días están entre nosotros, el Papa Francisco ha querido declarar una Jornada al año para ayudarnos a “verlos”. Va en este espacio un relato de un libro que acabo de publicar con historias reales de gente común.

 

En muchas esquinas, portales y plazas de Montevideo –y de todas las ciudades del mundo– vive gente en situación de calle. ¿Quiénes son, cuáles son sus historias, hay testigos de ellas? Generalmente solo son percibidos como sombras grises y malolientes que afean nuestras ciudades. 

 

En la antigua cultura judía se creía que al morir los hombres pasaban al submundo de las sombras donde tenían una sub existencia; vestían sus atuendos y distintivos de vivos, pero no podían comunicarse ni alabar a la divinidad, eran parte del mundo subterráneo o sheol. 

 

Hoy tenemos sombras menos que humanas, al menos así las tratamos en nuestras ciudades endurecidas de indiferencia duro asfalto que separa un rostro de otro rostro, como lo escribió el Chino Chapper (sacerdote y poeta), con su sensibilidad exquisita. 

 

Esta es la historia de un hombre cuyo nombre no conocí. Aunque vivía a pocos metros, en la placita contigua al edificio donde habito.

 

El Rengo parecía un muchacho muy joven –y no lo era tanto–, lo veía y seguía inquieta –pero desde arriba– sus movimientos diarios, estaba muy delgado, barbudo casi siempre, cojeaba su pierna rígida. Vivían otros en la misma plaza, incluso una pareja con la que me relacioné más, sabía sus nombres y cuando cruzaba la plaza nos saludábamos como vecinos, como lo que éramos.

 

Con el Rengo el saludo era de lejos, con la mano. Así pasaban las cuatro estaciones, con sus lluvias y sus calores, yo en mi apartamento, ellos a la intemperie. 

 

¿Quiénes eran, por qué la vida los había llevado allí, cuál era su origen, su mala historia?

 

En otra esquina de Montevideo un día me había impactado mucho ver el gesto de otro joven habitante de la calle. Iba yo en un ómnibus, como habitualmente, contemplando la ciudad y su gente, de pronto oigo una frenada brusca que dirigió mi mirada hacia la esquina, allí un coche casi había atropellado a un joven. ¡Este dio un salto y se hizo la señal de la cruz en agradecimiento por la vida salvada! 

 

Ese muchacho en situación de calle no solo valoraba su vida, sino que sabía rezar, recordaba la señal de la cruz, y la hizo agradecido mirando al cielo. Impactante experiencia.

 

No son sombras, son personas humanas, viven en las calles, pero están allí con sus historias, sus aprendizajes, y allí también viven con su fe, quizá ingenua, infantil, no teorizada, pero desde ella soportan hasta con cierta dignidad su situación de indignidad. 

 

Aprendí con el gesto de ese muchacho que no les da lo mismo vivir o morir. Quieren vivir, agradecen la vida, que es tan frágil como lo son las nuestras, pero que está siempre más amenazada. Con el Rengo aprendí mucho en tan solo cinco minutos, y la lección siguió creciendo en mí, porque fue muy fuerte la experiencia, sumada al desenlace.

 

El escenario fue otro ómnibus, estaba sentada y subió mi vecino de la plaza. Me saludó muy sonriente desde la puerta, pagó su boleto, se acercó, me dio un beso y se sentó a mi lado. Me extrañó esa expresividad y modo de relacionamiento que nunca se había dado antes. 

 

Muchas veces me he preguntado ¿qué lo movió a comportarse así y a contarme de sus amores? Y hacerlo justamente esa noche.

 

Apenas se sentó (y compartimos muy pocas paradas) me empezó a hablar de sus hijas, no puedo recordar cuál fue la primera frase, pero sí los detalles que me contó sobre ellas y sobre todo recuerdo vivamente su rostro reflejando el orgullo por sus hijas. 

 

Vivían en Cerro Chato, la mayor iba a cumplir dieciocho años, estaba terminando Bachillerato, era “abanderada del Pabellón Nacional”, estudiaba música y daba ya clases de piano. Al año siguiente vendría a Montevideo a estudiar Derecho, lo cual le generaba gran preocupación “porque la ciudad es peligrosa”, él prefería que estudiara unos años allá así no venía tan joven. 

 

La otra hija era un año menor, también era abanderada, de la Bandera de Artigas. Era buena estudiante pero más rebelde, tenía un carácter fuerte. También me habló de sus estudios, los que él cursara veinte años antes, pero no recuerdo mucho sobre eso. No sé cómo pudo compartirme tanto, ni cómo yo retuve los datos si el diálogo fue tan breve y tan imprevisto.

 

Llegamos al destino, la parada de mi apartamento y de su plaza, se despidió con otro beso y un “hasta mañana”. Como vecinos que éramos, pero como si la relación fuera así de cercana y habitual, que no lo era. 

 

Entré a seguir procesando todo lo que había recibido en cinco minutos, mientras lo miraba desde mi quinto piso acomodarse para dormir allá bajo su árbol en una fría noche invernal. 

 

Estaba muy asombrada, todo era tan extraño y tan normal a la vez. El encuentro, el saludo, la conversación. Asombrada por su verborragia, su vocabulario, el manejo de los términos de modo tan preciso. Me asombraba también el contenido de su conversación, descubrir que ese hombre que vivía a la intemperie tuviese una familia, hijas muy queridas, por las que se sintiera preocupado, responsable de su suerte y tan orgulloso de sus vidas, estudios y aspiraciones. 

 

Pero me esperaba otra sorpresa y más tema para seguir meditando mucho tiempo. Pues sucedió que ese fue nuestro primer, único y último diálogo.

El Rengo, convertido en vecino locuaz, de quién nunca supe su nombre, desapareció de la plaza. Al cabo de unos pocos días de mirar y no verlo bajo su árbol, pregunté por él y obtuve como respuesta un “se murió”.

 

Había ido a visitar a las hijas y muerto en Cerro Chato, en la calle, “de hipotermia, o de sobre dosis”, acotó mi informante. 

 

¡Cómo me impactó esa noticia! Parecería que antes de morir habría tenido que confiarle a alguien que era una persona, un hombre que había amado y formado una familia, que era un padre, un ciudadano uruguayo educado. 

 

Este encuentro y su desenlace fatal me recordó y recuerda una y otra vez, el relato que hace Eduardo Galeano en El libro de los abrazos, que titula “Navidad”. Allí cuenta que en un hospital de Managua un 24 de diciembre un médico se iba a su casa a celebrar con su familia muy tarde, cuando ya se empezaban a oír los festivos cohetes, de pronto sintió detrás suyo “unos pasos de algodón” de un niño que estaba solo y en el que reconoce “su cara ya marcada por la muerte”. El breve relato de Galeano culmina tan crudamente como terminó mi encuentro con el Rengo:

 

Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano: 

–Decile a... –susurró el niño– 

–Decile a alguien, que yo estoy aquí.

 

Como aquel niño esa noche toca al médico y le da un recado, mi vecino también me tocó, se sentó a mi lado, me dio un beso, y quiso revelarme días antes de su muerte, ¿la intuía?, que no era un nadie, un número más de las cifras y estadísticas de esas que cada año o cada invierno aparecen en los noticieros como personas en situación de calle. 

 

No son sombras, ni habitantes del sheol. Son hermanos nuestros diciendo “Estoy aquí, soy, existo, quise amar, amé”, en un gesto tan débil como desesperado de llamada, como el niño aquel de pasos de algodón siguiendo al médico, en vísperas de una Navidad en soledad. 

 

Esta historia dando vueltas en mis entrañas de mujer también me lleva al encuentro de uno de mis poetas preferidos, León Felipe. En uno de sus poemas se queja a Dios de su soledad:

 

¡Qué solo estoy, Señor! 

¡Qué solo y qué rendido 

de andar a la ventura 

buscando mi destino…

sin encontrar jamás 

mi albergue decisivo…

 

El mismo autor, en El poeta prometeico escribe sobre la Luz, quiero creer que el Rengo finalmente la encontró, trocando ese estar rendido y solo, en visión: 

 

Luz… Cuando mis lágrimas te alcancen 

la función de mis ojos… 

ya no será llorar… sino ver.

 

* Rosa Ramos. Historias mínimas: rendijas al Misterio Humano. Rebeca Linke editoras. Montevideo, 2019. Pág 21-25

 

 

Imagen: https://es.zenit.org/articles/hay-que-dar-limosna-a-quien-pide-por-la-calle-francisco-responde/ 

 

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