Aprender a perder al hijo

08 de Enero de 2022

[Por: Rosa Ramos]




“A menudo los hijos se nos parecen
así nos dan la primera satisfacción…

Nada ni nadie puede impedir que sufran
que las agujas avancen en el reloj
que decidan por ellos, que se equivoquen
que crezcan y que un día
nos digan adiós...”

Joan Manuel Serrat

 

¡FELIZ AÑO 2022! Con pandemia o sin pandemia, los años siguen transcurriendo y la vida a todos en su dinamismo nos sigue invitando a aprender y a desaprender. Es parte del principio de encarnación, o de ser este “ser-ahí” que somos en el mundo y con otros, al decir de Heidegger.

 

Como cristianos se nos pide discernimiento de “nuestra hora”, aquella de las decisiones que nos dan identidad, en tanto seguidores de Jesús. Él mismo tuvo que discernir muchas veces si era o no era su hora, la de iniciar su ministerio (Jn. 7,6), la de hablar o hacer silencio (Jn. 8, 6), la de detenerse en el camino o continuar, algunas veces se alejó del peligro que se cernía sobre su vida (Lc. 4, 30), otras, enfrentó a los que le tendían trampas (Lc. 20,25). Finalmente, se encaminó hacia Jerusalén (Jn. 13, 1) sabiendo que su hora -la del amor hasta el extremo y la entrega definitiva- había llegado. 

 

En este número quiero reflexionar sobre un tema que me inquieta y quizá también a los lectores, el de las relaciones humanas, la atención y el cuidado de los otros, la apertura o cerrazón al prójimo en una cultura cada vez más individualista, más atomizada o atrincherada en los propios intereses o los de un círculo muy próximo y presente. El Papa Francisco ha planteado el tema a lo largo de toda la Encíclica Fratelli tutti y en particular en el capítulo 3, aquí apenas menciono citas sueltas de los numerales 87 a 89: 

 

“…no hay vida cuando pretendemos pertenecer sólo a nosotros mismos y vivir como islas…” “…no puedo reducir mi vida a la relación con un pequeño grupo…” “…La pareja y el amigo son para abrir el corazón en círculos, para volvernos capaces de salir de nosotros mismos hasta acoger a todos. Los grupos cerrados… suelen ser formas idealizadas de egoísmo…” 

 

En este tema, como en tantos, ¿cómo discernir si es la hora de la profecía o la de la sabiduría?

 

La hora de la profecía -en forma muy simple y coloquial- es aquella del juicio sobre la realidad, la hora de descubrir si lo que vemos es conforme al sueño de Dios o si, por el contrario, lo desdibuja o profana. Desde este “ver”, involucrados, claro, no desde la observación aséptica, el aporte profético es anunciar y denunciar, la voz profética muchas veces es un grito en el desierto que será oído por pocos, o aceptado mucho tiempo después.

 

La hora de la sabiduría -nuevamente dicho en forma muy elemental- es aquella de guardar y meditar en el corazón, a ejemplo de María según Lucas, o del Antiguo Testamento en que de distintos modos se hacía silencio recordando la cercanía fiel de Dios, cuando parecía tan ausente de la realidad que se vivía en ese momento, el ejemplo paradigmático es Job, también aquel decantar del misterio por el pueblo exiliado en Babilonia. Esta hora de la rumia interior lleva a una comprensión más amplia o profunda, a perseverar confiados, y también a nuevos aprendizajes. 

 

Se podría decir que la hora profética es más apasionada y exigente, en tanto la de la sabiduría es la hora de una mirada de mayor humildad y benevolencia respecto a lo que se percibe.

 

En relación al tema propuesto de las relaciones humanas, sin duda, ambas actitudes, la profética y la de la sabiduría son “justas y necesarias”, en la hora justa, de ahí el necesario discernimiento íntimo y el diálogo con otros para no errar y dañar aún más la delicada trama de los vínculos que son los que nos humanizan.

 

Seré más clara. Me inquieta desde hace mucho, y más desde la pandemia, el individualismo como patrón de vida, vivido como “natural”, y peor aún, como “bueno”. Individualismo que incluye al círculo mínimo de los que conviven o de los pares iguales en cierto momento y circunstancias (que pueden ser cambiados por otros al mínimo desencuentro), y se cierra sobre ellos como una campana de cristal que protege lo igual y perfecto: esos espejos de gustos e intereses. 

 

Esa campana de cristal, o de otros materiales, pone los límites y deja afuera al resto de la sociedad que -conscientemente o no- se percibe como “amenazante”, “peligrosa”, pero también a los mayores, a aquellos con capacidades diferentes, y en general a la familia más amplia. Me preocupa la distancia intergeneracional de los jóvenes y de los niños en relación a los mayores de la familia, así como la indiferencia creciente en relación a los que no ven, o no quieren ver, por ser diferentes. 

 

Hace unos días me decía una abuela que está convaleciente de una cirugía mayor que no ha visto a sus nietos, ni siquiera en las fiestas, que no la llaman tampoco, “están en sus cosas”. ¿Cuáles? Aquellas que les dan placer y no les perturban en absoluto (ver un necesitado, un enfermo, un viejo es perturbador o aburrido), como practicar o ver deportes, asistir a “toques de rock” con amigos, o entretenimientos aún más solitarios como pasar horas celular en mano, circulando “en las redes”. Ni qué decir cuánto me inquieta la soledad de las personas que, tras una larga vida entregada a otros, están, paradójicamente, hacinadas y solas muriendo lentamente en los geriátricos. ¿Cuál será el futuro de una sociedad que así va segregando a los que no son “de los suyos”?

 

Este “cierre de fronteras” que atomiza la sociedad occidental posmoderna no es tan reciente y viene siendo analizado con interés desde hace ya algunas décadas por diferentes pensadores. Luego la pandemia con su exigencia de “cuidarnos y permanecer en la burbuja”, más las nuevas modalidades de estudio y trabajo por plataformas virtuales, ha acentuado esa tendencia al gueto, valorándola como virtud. Diría que ha profundizado el ensimismamiento y la endogamia, que resultan seguros y cómodos para algunos y, segregadores para otros.

 

Esta mirada profética que nos lleva muchas veces a gritar en el desierto, encontró eco hace pocos días al leer en el último número (enero ‘22) de la revista de Sal Terrae un artículo: “La falacia digital: lo digital vs lo táctil”. Allí Juanma de Alarcón y Charo Ros Lerena señalan lo positivo de la era digital, pero también son críticos y reseñan algunos de los problemas que subyacen tras los beneficios.

 

¿Qué aporte haría al tema una mirada desde la sabiduría?

 

Me iluminó algo que escuché en una homilía el 1º: “María y José tuvieron que aprender a perder al hijo”, por tanto, “también desaprender sus expectativas respecto al mismo”. Después de todo, ese hijo desobediente y mal contestador (en referencia al relato de Lc. 2, 41-52), no les salió tan malo, dicho con humor y respeto; supo recoger lo mejor de ellos, así como de las tradiciones y esperanzas de su pueblo, para releerlos desde la clave del amor sobreabundante de su Abba y llegar a ser nuestro Rabí. Según los evangelios María sobrevivió a Jesús, por tanto, lo vio crecer, irse de Nazaret, convertirse en profeta itinerante, primero amado y seguido, luego perseguido y crucificado… nada sabemos de José. Una actitud de sabiduría será la de “guardar y meditar en el corazón” lo que no entendemos, como María, y aprender a perder el hijo que forjamos en nuestra ilusión. 

 

No cabe duda de que quisiéramos que nuestros hijos y nietos se nos parecieran. Concretamente en este tema de los vínculos, nosotros venimos de familias y casas abiertas a abuelos, tíos, sanos y enfermos, a parientes que a veces ni eran tales, venimos de mesas de domingo tendidas para muchos, para quienes llegaran sin avisar (no había celulares), de tiempos de vida muy comunitaria, ¡si hasta elegíamos vivir en cooperativas para que los chicos fueran apadrinados por todos! 

 

Es frecuente que la historia se mueva en movimientos pendulares, de extremo a extremo, hasta encontrar un equilibrio o un estadio superior. Quizá la “comunitariedad” de la que venimos o la casa “excesivamente abierta”, ha dado lugar al refugio de las nuevas generaciones en la celosa intimidad, en un mundo de iguales más placentero y con menos dificultades -o eso creen-. Nuestra sociedad no era perfecta, era quizá demasiado controladora, con exigencias excesivas que pesaban sobre las nuevas generaciones, tal vez también de intereses sociales que descuidaban la intimidad familiar. 

 

Aunque con licencia y exageración poética es de atender lo que canta Serrat en “Esos locos bajitos”: a los hijos les imponemos “nuestros dioses y nuestro idioma”, “nos empeñamos en dirigir sus vidas…” Podríamos matizar y decir que pretendimos legarle nuestro tesoro. Sigue diciendo la canción que nada ni nadie puede impedir “que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan…”  Ya años antes el Profeta de Gibrán había dicho: “Nuestros hijos no son nuestros hijos, son los hijos de la vida…” Como María y José, tenemos que aprender a soltar los hijos y dejarlos ser ellos mismos. 

 

En este tema, como en otros, no cabe duda que vemos actitudes y valores diferentes a los soñados en los jóvenes, ¡por supuesto que no en todos!, fruto de una cultura que es a ojos vistas más individualista, hedonista (que busca siempre placer y huye de todo dolor) y presentista; cultura que proféticamente estamos llamados a denunciar. Pero, simultáneamente, nos vemos interpelados por la nueva realidad a una mirada serena, de largo aliento, que sepa esperar, benévola, y sobre todo confiada. Esa mirada es la propia de la sabiduría. Profetismo y sabiduría, ambos necesarios.

 

José y María aprendieron con dolor a perder al hijo, pero confiaron en él, aún sin entender sus decisiones, confiaron también en ellos y en los valores humanos y religiosos que le transmitían. Aceptaron ser parte de la historia de salvación y desde su “fiat” confiaron en la fidelidad de Dios. incluso en la hora suprema en que María estuvo tan cerca como le fue posible de la cruz.

 

Contemplándolos a ellos y también recordando a nuestros mayores, que seguramente no entendían muchas de nuestras actitudes y opciones, estamos invitados a ser tan profetas como sabios, según la hora. En el tema tratado, a ser críticos con la sociedad no nos amoldemos al tiempo presente”, también autocríticos porque somos parte del problema, y pacientes con las nuevas generaciones. Estamos llamados a no desesperar, a meditar en el corazón, a confiar y estar atentos a la buena noticia de la que ellas puedan ser portadoras, a permanecer “a la retaguardia”, sin invadir ni atropellar, pero abiertos, solícitos, tiernos, de tal modo que los jóvenes sepan que los queremos y queremos lo mejor para sus vidas, a la vez que soñamos una sociedad inclusiva, donde nadie sobre. 

 

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