Dossier: Formación del clero: perspectiva latinoamericana

27 de Julio de 2025

[Por: Jorge Costadoat | Instituto de Teología y Estudios Religiosos – ITER / Universidad Alberto Hurtado]




Presbíteros, sacerdotes, padres, curas, pastores

 

Formación del clero

 

Perspectiva latinoamericana

 

El tomo que presento constituye un dossier: una recopilación de publicaciones realizadas a lo largo de los últimos años. Se trata de escritos de naturaleza heterogénea. En la primera sección, el lector encontrará columnas de opinión; en la segunda, artículos de divulgación; y en la tercera, investigaciones o textos publicados en revistas científicas.

 

En la sección de COLUMNAS, emerge con fuerza la problemática en torno a la figura del presbítero, del sacerdote, del cura o del padre. Se plantea que la actual configuración institucional de la Iglesia necesita una reforma profunda, pues el ministro ordenado suele abusar de su investidura. La Iglesia lo ha formado separado del resto del Pueblo de Dios y preparado para ejercer un liderazgo de tipo clerical, autoritario y poco transparente. Se denomina clericalismo a la actitud de aquellos ministros que restringen la participación de los laicos, se sienten superiores a ellos, concentran las decisiones importantes y no rinden cuentas ante nadie. Este estilo genera una cultura centrada en los propios ministros, que tiende a eximirlos de responder por sus actos y desempeños.

 

La corrupción inherente al clericalismo -así la ha llamado el papa Francisco- se ha hecho particularmente evidente en los casos de abusos sexuales, de poder y de conciencia que han afectado gravemente a la Iglesia chilena. La crisis ha involucrado tanto a sectores conservadores como progresistas de la élite eclesiástica, y ha repercutido con dureza en el laicado y también en el mismo clero. De un día para otro, la Iglesia chilena se trizó: los representantes de la fe —los ministros ordenados— dejaron de ser personas dignas de fe para el Pueblo de Dios.

 

Tras la dictadura militar, después del valiente testimonio profético contra los atropellos del régimen de Pinochet, la jerarquía eclesiástica chilena se replegó en torno a la moral sexual, condenó los cambios culturales de las últimas décadas y se opuso a diversas iniciativas legislativas relacionadas con la sexualidad y la vida. Sin embargo, ha sido precisamente en ese ámbito donde se la ha juzgado e inculpado por sus propias faltas y delitos, especialmente por los abusos sexuales de menores de edad y los encubrimientos cometidos.

 

Esta crisis, no obstante, ha permitido visibilizar otro problema estructural: la exclusión de la mujer en la vida de la Iglesia. Si el laicado en su conjunto debe ser reconocido como corresponsable de la misión eclesial, con mayor razón deben serlo las mujeres, cuya dignidad y capacidad para ejercer roles protagónicos debe ser plenamente valorada y respetada. En este sentido, algo bueno ha traído la llamada “crisis de los abusos”: ha abierto los ojos a la posibilidad de imaginar otra Iglesia, una más cercana a las personas, más fraterna, más inclusiva y más horizontal.

 

En la sección ARTÍCULOS se vuelve prácticamente sobre los mismos asuntos. Sobresale, en todo caso, la importancia del Vaticano II. Uno de los aspectos centrales de la actual crisis eclesial es la falta de recepción plena del Concilio, especialmente en lo que se refiere a la comprensión de la Iglesia como Pueblo de Dios. Aunque el Concilio sentó las bases para una eclesiología de comunión y misión, su recepción ha sido desigual y en muchos casos resistida o incluso revertida. Esta situación ha impedido que el conjunto del Pueblo de Dios, y no solo los ministros ordenados, sea reconocido como sujeto activo de la fe y del discernimiento.

 

En este contexto, el clericalismo se identifica como una de las principales distorsiones del Evangelio. Se trata de una forma de dominación que desfigura la imagen de Cristo y de la Iglesia, genera abusos de poder y sexuales, y excluye a los laicos y a las mujeres de la toma de decisiones. El clericalismo, más que un exceso de poder personal, es parte de un modo institucional, de una costumbre y de una cultura indulgente con los atropellos, y que protege a abusadores y silencia a sus víctimas. El escándalo de los abusos sexuales no se reduce, por tanto, a delitos individuales, sino que revela un sistema eclesial enfermo.

 

En respuesta, el papa Francisco ha propuesto la sinodalidad como el camino eclesial del siglo XXI. La sinodalidad supone una Iglesia en la que se escuche mutuamente, se participe corresponsablemente y se reformen las prácticas a la luz del Evangelio. Recupera así la eclesiología del Pueblo de Dios, promoviendo una revisión de la relación entre jerarquía y comunidad, y habilitando procesos reales de consulta y decisión compartida.

 

Este proceso exige también repensar el ministerio ordenado. Es necesario superar la figura del sacerdote sacralizado y avanzar hacia un ministerio más humano, comunitario, elegido por la comunidad y sometido a rendición de cuentas. Esto implica una reforma profunda de la formación en los seminarios, que tradicionalmente ha sido separada del mundo, exclusivamente masculina, centrada en la doctrina y marcada por estructuras jerárquicas. Se propone, en cambio, una formación compartida con laicos, situada en contextos reales, y con énfasis en la madurez afectiva, comunitaria y pastoral.

 

En definitiva, lo que está en juego es la credibilidad misma de la Iglesia. Una Iglesia que no se reforma permanentemente —en lo pastoral y en lo estructural— no puede anunciar con eficacia el Evangelio en un mundo atravesado por la crisis de sentido, la pluralidad y la desconfianza hacia las instituciones.

 

En la tercera parte de este dossier, se ofrece, en especial, una serie de INVESTIGACIONES sobre la formación del clero. Estos trabajos se adscriben a un proyecto de estudio de la recepción del Vaticano II (Vatican II as Guideline for the Church and 21st Century Theologies Reception and Prospects in Latin America and the Caribbean).

 

La tercera parte del documento aborda en profundidad la formación teológica de los seminaristas en América Latina antes del Concilio Vaticano II, revelando sus limitaciones estructurales, sus presupuestos doctrinales y las consecuencias pastorales que de ella se derivaron. En ese período, la formación sacerdotal estaba marcada por una fuerte dependencia de manuales y enfoques teológicos europeos, sin un pensamiento latinoamericano propio. Esta ausencia de teología contextualizada implicaba que los futuros presbíteros eran educados con categorías teológicas neoescoláticas y europeas, alejadas de la realidad social, cultural y política del continente.

 

El magisterio pontificio de la primera mitad del siglo XX estableció como modelo del sacerdote al alter Christus, centrado en la imitación de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. Esta configuración influenció todos los aspectos de la formación. Los seminaristas debían configurarse espiritualmente con Cristo, cuyo sacrificio en la cruz era visto como paradigma de toda acción sacerdotal. De este modo, el eje articulador del ministerio presbiteral era la celebración eucarística entendida, principalmente, como sacrificio satisfactorio ofrecido al Padre por los pecados. En esta clave, la vida del sacerdote debía ser un sacrificio permanente. Esta visión, sin embargo, tendía a reducir la vida y ministerio de Jesús a su dimensión sacrificial, ignorando su humanidad concreta, su mensaje del Reino y su compromiso con los excluidos.

 

El tratado De Verbo incarnato fue el principal instrumento académico de la formación cristológica. Este manual estructuraba la teología en torno a la identidad divina y humana de Cristo, la unión hipostática y la redención entendida como satisfacción. Aunque el tratado se basaba nominalmente en el Verbo encarnado, en la práctica enfatizaba la figura del Cristo sacerdote, haciendo de la cruz el evento redentor por excelencia, desatendiendo sus causas históricas y sociales. La proclamación del Reino, los milagros, las parábolas y los conflictos que llevaron a la crucifixión quedaban en segundo plano. El núcleo soteriológico era la satisfacción de la justicia divina, en línea con la teología de Anselmo, lo que generó una imagen de Cristo más sacrificial que humana.

 

Esta formación propició una visión del ministerio sacerdotal más cercana al culto que al anuncio del Evangelio o a la construcción de comunidades. Los presbíteros eran concebidos ante todo como mediadores del sacrificio, con un carácter sagrado que los colocaba en una posición ontológicamente superior a los fieles. Esta configuración sacerdotal coincidió con una eclesiología jerárquica, en la que el clero se separaba simbólica y prácticamente del Pueblo de Dios, con consecuencias epistémicas, pastorales y espirituales profundas. Incluso la resurrección de Cristo, en este esquema, era insignificante.

 

En los “vota” enviados por los obispos latinoamericanos a Roma antes del Concilio, se expresó el deseo de una formación más pastoral. Muchos obispos pedían una espiritualidad profunda y una conexión efectiva con la vida de las comunidades. Solicitaban cambios en los programas de estudio para incluir filosofía, sociología, pedagogía y psicología, con el fin de capacitar a los seminaristas para discernir los signos de los tiempos y afrontar los desafíos ideológicos contemporáneos, como el marxismo y los movimientos revolucionarios. También insistían en la necesidad de usar las lenguas vernáculas y conocer las culturas autóctonas, lo cual refleja una sensibilidad emergente hacia la inculturación.

 

En resumen, esta tercera parte del dossier revela que la formación sacerdotal preconciliar en América Latina se articuló desde una cristología de tipo sacrificial, centrada en el sacerdocio de Cristo como redentor a través de la cruz. Esta formación, aunque pretendía asimilar espiritualmente a los seminaristas a Cristo, pero terminaba reduciendo su figura a un arquetipo litúrgico, desconectado de la historia concreta de Jesús. El impacto de esta visión fue profundo: configuró ministros orientados más al culto que al servicio, más al cumplimiento sacramental que al compromiso evangélico con las personas concretas. Esta realidad cambiará con el Concilio Vaticano II, que abrirá la posibilidad de una nueva teología más enraizada en la historia y, posteriormente, con la teología latinoamericana de la liberación, que pondrá el acento en una cristología histórica, comprometida y liberadora.

 

Nada de lo anterior puede negar la experiencia positiva del desempeño ministerial del autor de estas publicaciones desde 1991, año de su ordenación como presbítero de la Compañía de Jesús. Se trata de dos dimensiones que divergen y convergen: la experiencia y la teología conviven en este autor pretendidamente “sin confusión ni separación” (Calcedonia 451). Ha sido una bendición del cielo haber formado parte, como uno más y a su servicio, del Pueblo de Dios: ese Pueblo que camina hacia la patria definitiva, donde descansaremos en el Padre y con su Hijo Jesús, nuestro hermano. Han sido años de profunda satisfacción, a pesar de los errores en los que el clericalismo —cultural y estructural, tanto el mío como el de los laicos y las laicas— me ha hecho incurrir, ya sea por actos atribuibles a mi responsabilidad personal, ya sea por un modo colectivo de entender el sacerdocio. Quedo a la espera —y, mediante este dossier, también aliento— de una conversión de nosotros, los hermanos en el presbiterado, así como de una reforma de estructuras que la exija y la haga posible.

 

[Tomado del Prólogo]

 

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