11 de Octubre de 2025
[Por: Rosa Ramos]
Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo,
sino para que el mundo se salve por él. (Jn. 3, 17)
}Salvar, redimir, cuando en otros tiempos en los viejos “catecismos” y catequesis eran habituales, hoy son términos desusados en nuestra cultura, y diría más, casi desconocidos. Y, sin embargo, creemos que Dios nos salva, que el Abba de Jesús sigue empeñado en la vida plena para sus hijos e hijas, y que, si estamos atentos, descubrimos también hoy esa buena noticia.
¿Cómo nos salva Dios hoy? ¿Conocemos experiencias de salvación, de redención, de nuevas oportunidades y de nuevos comienzos?
Los anteriores artículos fueron sobre tres libros, hoy escribiré sobre tres películas que califico de historias de salvación que vienen a iluminar o ilustrar plásticamente el camino sinodal, un llamado a caminar juntos y acoger a todos, todos, todos. Sinodalidad es la clave de nuestra Iglesia en salida, samaritana, cordial, que nos pide salir al encuentro, escucharnos, perdonarnos, curar heridas y abrazarnos.
En las historias mínimas es donde podemos percibir más fácilmente la redención, la salvación, que es siempre por el amor. Dios salva perdonando, acogiendo, bendiciendo y regalando nuevos comienzos, lo sabemos por Jesús, en tantos encuentros, gestos y palabras.
Nuestras historias personales pesan, nos hacen muchas veces infelices y hacen infelices a otros. Sin embargo, en nuestras historias oscuras puede, por pequeñas rendijas, entrar la luz, la paz, la sanación y hacerlo de modos inesperados. A través de situaciones o personas que llegan e implican un parteaguas. De pronto nos colocan en otros escenarios y nos sorprendemos a nosotros mismos con cambios de conducta, con nuevos sentimientos, con renovada energía, cuando ya lo creíamos imposible, acostumbrados al fracaso, a la derrota, o simplemente a la comodidad de lo dado. No éramos felices, pero casi lo tolerábamos.
En las tres películas a las que me referiré, ocurría eso, personas sufridas y resignadas, unas más que otras, que de algún modo eligieron separarse del mundo que les dolía y armar una vida con ciertas rutinas que les permitía al menos sobrevivir con dignidad, sin precipitarse al abismo total.
Las películas son Las lecciones del pingüino, dirigida por Pedro Cattáneo, filmada en Reino Unido y España. La pequeña, bajo la dirección de Guillaume Nicloux, se desarrolla en Francia y Bélgica y Cuando cae el otoño, dirigida por François Ozon, transcurre en la Borgoña francesa.
No tendré en cuenta aquí las variadas y seguramente autorizadas críticas cinematográficas, ni hablaré de las magníficas interpretaciones de los actores, mi hermenéutica es como siempre desde la fe, desde la espiritualidad encarnada. No haré tampoco un juicio acerca de lo político o éticamente correcto de las vidas, relaciones y decisiones de los protagonistas. Repito, lo que me interesa destacar es la salvación que vi en ellas y cómo sus tramas me resultaron ejemplos de sinodalidad, aunque la fe no aparezca explícitamente o no sea protagonista.
En Las lecciones del pingüino, la más extravagante o inverosímil de las tres películas, al protagonista, un profesor desencantado de todo y sin atisbo de esperanza, se va solo a ejercer a otro país. Lo salva la relación con un pingüino del que de pronto se convierte en responsable. Ocuparse de él, de alimentarlo, de ocultarlo y luego de apelar a él como último recurso pedagógico, lo descentra de su drama personal. Lo coloca “en salida”, de cara hacia la vida, “ve” los dramas de otros: de la señora que se ocupa de la limpieza, de la joven, del vendedor de pescado, de sus alumnos adolescentes, de la violencia de la dictadura… En fin, desde el extraño vínculo con el pingüino y gracias a él, se abre poco a poco a atender la realidad y a otros; “es salvado”, e irradia esa salvación a muchos.
En La pequeña, el protagonista, un ebanista solitario, a pesar de tener dos hijos, trabaja absorto, con preciosismo y rigor en su taller, auto marginado, al menos así aparece. De pronto su vida cambia por completo, “sale” también a la búsqueda de un descendiente que aún no ha nacido; su hijo y su pareja muertos en un accidente, esperaban un hijo que llevaba en su vientre una joven mujer pobre en otro país. Ante la muerte del hijo y el desconcierto de su hija, deja su taller, su ostracismo, y emprende un viaje sin datos, una locura, con un objetivo claro: recuperar ese nieto que lleva la sangre de su hijo. En esa búsqueda y en esos encuentros se salvan él, la joven que había cobrado por ese servicio, su pequeña hija - se le abre un futuro muy diferente al previsible-, el bebé, también la tía, de la que poco sabemos. Quizá no es creíble la trama, pero tal como se narra es una historia de amor, de salvación por el amor. No se salvan los que no quieren, los padres del otro joven fallecido, y es que la salvación se propone, no se impone y podemos rehusarla.
En Cuando cae el otoño, la protagonista también ha elegido vivir sola en una casa de campo, retirada de su antiguo trabajo, que ha marcado negativamente a su única hija. Cultiva su huerta, va a misa, lee, toma café. Tiene una amiga que también fue prostituta, la que a su vez tiene a su único hijo preso, quien al ser liberado será un personaje clave para la protagonista y para su nieto. Los tres son salvados en ese círculo virtuoso de confianza y amor que forjan. Hay mucho dolor, drama y sorpresas en el film, quedan cuestiones sin aclarar, pero vemos perdón, comprensión, misericordia, apuesta confiada que rescata, respuesta amorosa. Hay vínculos sanadores y fieles que dejan esperanza en el ser humano y la reconstrucción de las historias. Podemos decir como san Pablo que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
Las tres películas son dramas y contienen dramas existenciales, pero en las tres contemplamos experiencias profundamente humanas que redimen. Los personajes se abren a lo nuevo, se vinculan de modos nuevos y construyen relaciones tiernas, de cuidado, de confianza -sanadoras, en suma-, que les permiten superar un pasado doloroso. Contemplamos el paso salvador de Dios en esas relaciones que cambian vidas, que son portadoras de sentido y esperanza, de luz y de alegría.
Para decirlo con poesía: “La vida es el arte del encuentro, aunque haya tantos desencuentros en la vida” (Vinicius de Moraes)
En cada experiencia profundamente humana podemos ver el paso de Dios salvando. Y volvemos a vincular con el camino sinodal al que estamos llamados. Sin perder la identidad de cada persona, de cada comunidad, de cada pueblo; sin olvidar las pérdidas, los fracasos, las historias, las raíces, estamos llamados a recomenzar y a caminar juntos. ¡Nos salvamos en racimo!
Y cerramos con otros versos, esta vez de Mario Benedetti: “Ánimo nos daremos a cada paso, compartiendo la sed y el vaso”.
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