08 de Noviembre de 2025
[Por: Juan Manuel Hurtado López]
En días pasados tuve la oportunidad de visitar las Cataratas de Iguazú y de recorrer un tramo del Río Amazonas en la selva peruana, cerca de Iquitos. Según datos actuales, el río Amazonas es el más caudaloso y el más largo del mundo, con una extensión estimada en 7,020 kmts.
Todo el tiempo me acompañó el asombro, la admiración, la sorpresa, el estremecimiento, propiedades éstas del espíritu humano que está hecho para lo infinito. Estar parado frente a las cascadas de Iguazú, tanto del lado argentino como del lado brasileño, es estirar el alma hasta dimensiones insospechadas: la contemplación, la paz del espíritu, la saciedad del alma. Como que nuestro espíritu encontró lo que andaba buscando. Las cataratas de Iguazú son un milagro permanente. Cada momento es nuevo, es diferente, es único, en un eterno fluir del caudaloso río.
Las Cascadas de Iguazú, una maravilla natural del mundo: son dos y medio kilómetros de cascadas y su punto arrobador es “La garganta del diablo”: ahí el río Iguazú su precipita y se hunde con densidad y fragor, haciendo rebotar una intensa nube de brisa que oculta el panorama.
En nuestro recorrido por la anchura del río Iguazú hasta llegar a “La Garganta del diablo”, tuve la sensación de la presencia de la “Ruaj”, del Espíritu que en los inicios de la creación se movía sobre las aguas (Gn 1,2). Espíritu que moldea las aguas, las empuja, las habita, es su fuerza y su consistencia, siempre en movimiento, siempre nuevo, siempre renaciendo, siempre dando vida a todo lo que toca. Espíritu que amanece con toda luz y brillantez.
Éste Espíritu de las aguas es el mismo que está en todo el universo. Y pensé entonces que el Espíritu tiene la densidad y fuerza necesarias para mover montañas de olvido de nuestros pueblos y hacerlos capaces de recuperar su memoria histórica, sobre todo los pueblos originarios de nuestra querida América Latina y del Caribe. Tiene la fuerza de vencer inercias acumuladas por siglos en nuestros pueblos: inercias de temor e incapacidad, inercias de miopía histórica y falta de esperanza, inercias de temor e ignorancia, inercias de violencia y despojo, inercias de indiferencia y falta de parresía.
Al ver la densidad y fuerza del río Iguazú en la Garganta del diablo, pensé que así es nuestra historia. Es verdad, nuestra historia tiene muchas capas a semejanza de la corteza de un árbol. El presente es la última capa, pero no es lo medular. Nuestros pueblos tienen una larga caminada, como dicen en Brasil. Sobre todo nuestros pueblos originarios. Hablando de México, tenemos una rica y grandiosa historia desde los mexicas de la cultura náhuatl y los mayas en el sureste mexicano. La civilización maya tuvo una duración de 1000 años: del 50 a.C al 1050 después de Cristo. Culturas y civilizaciones de grandes alcances astronómicos, matemáticos, medicinales, arquitectónicos, pictóricos y escultóricos. Y del lado de Perú, el imperio inca con sus antecedentes históricos de otras culturas como bien lo muestra el espléndido museo del Arco en Lima.
De esa historia de sabiduría, de resistencia y de grandes realizaciones humanas y sociales debemos alimentar nuestro espíritu para hacer frente a los grandes desafíos, como se vio en el pasado IV Congreso de Teología latinoamericana en Lima los días 22 al 24 de octubre.
Ya en la selva amazónica del Perú pudimos navegar por el impresionante río Amazonas, andar por la selva, visitar una tribu originaria, los Yahuas, descubrir muy variados árboles, plantas y animales de todo tipo y convivir con ellos.
Con los “Yahuas” tuvimos una recepción y un pequeño rito religioso que consistió en una danza, haciendo giros hacia la izquierda y cantando al son de un tambor y una flauta. También fuimos tatuados en la mejilla con el color rojo, de la misma forma como ellos están tatuados.
Fuimos testigos de la armonía y exuberancia de plantas, pájaros, animales, changos, osos perezosos, serpientes, grandes peces, delfines dorados y grises y flores de todo tipo. Toda es vida, se respira vida.
Y cuando navegábamos por el Amazonas pensé: ¿Cómo es posible que el ser humano destruya esta maravilla de la creación, al arrasar con selvas y árboles de todo tipo para hacer sus plantaciones que les reditúan más dinero y causar que no llueva por la falta de árboles? Como dicen los libros bíblicos: ¡Qué insensatez la del ser humano llevado de la avaricia!
“De los manantiales él hace brotar los ríos,
Que se deslizan entre los montes” (Sal 104,10).
¡Todo ser viviente alabe al Señor!
Alábenlo por sus prodigios,
Alábenlo por su inmensa grandeza. (Sal 150,2).
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