23 de Noviembre de 2025
[Por: Carina Furlotti]
En nuestra vida cotidiana, en nuestros diálogos y relecturas de lo que vivimos, más de una vez nos encontramos esperando que Dios nos salve de tal o cual situación, que intervenga para poner fin a las guerras y conflictos, para arremeter contra aquellos que las provocan, para acabar con el hambre y la pobreza, para curar enfermedades, para resolver las consecuencias del deterioro de la tierra, de los mares, del aire que respiramos.
Los contemporáneos de Jesús no fueron ajenos a este modo de entender a Dios y su intervención en la historia humana, reflejado en preguntas como: “¿es ahora que vas a restaurar el reino de Israel?”, esperando que Jesús tome decisiones que terminen con la dominación romana; o también, “¿quieres que hagamos caer fuego del cielo?”, para castigar a los que no reciben la propuesta de la buena noticia. El mismo Jesús experimentó la tentación de un mesianismo triunfador: el de hacer que las piedras se conviertan en panes; el de dejar que la multitud lo coronase rey luego de comer hasta saciarse; el de evitar el sufrimiento que conlleva el amor por las personas en especial por los últimos, en las palabras que Pedro le sugiere ante el anuncio de la pasión; o el de bajarse de la cruz para demostrar que es rey, como le piden quienes lo ven crucificado…
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