14 de Febrero de 2014
Eduardo Febbro
Francisco ha ido reemplazando las imágenes de Juan Pablo II descoloridas por el tiempo y las muy ocasionales de Benedicto XVI que ornamentaban en Roma locales y restaurantes. La memoria histórica se construye más con imágenes que con hechos: el mandato mediático de Juan Pablo II apabulló al silencioso y falsamente inoperante papado de Joseph Ratzinger. Sin embargo, una lectura minuciosa menos cerrada autoriza una reactualización más justa del mandato de Benedicto XVI. La izquierda lo detesta, y muchos católicos también. Benedicto XVI, rígido y anticuado, teólogo arduo y con escaso encanto, portador de una visión de la Iglesia poco entusiasta, tiene una imagen escabrosa. Ha quedado comprimido entre la devoción a Juan Pablo II y la habilidosa novedad de Francisco. Sin embargo, las decisiones que tomó durante su papado fueron tan determinantes como osadas. En este contexto, su rigidez y sus torpezas no pueden borrar una evidencia: el verdadero enemigo ha sido Juan Pablo II. Su obsesión por derrotar al comunismo, su complicidad con las peores figuras políticas de América latina, sus pactos con mafiosos, banqueros corruptos, cardenales o curas al frente de multinacionales pedófilas (Marcial Maciel, los Legionarios de Cristo), su cinismo político y su oportunismo sin moral alguna son una horrenda memoria para la Santa Sede. Y mucho más. Benedicto XVI pagó por ello.
Presionado por esa herencia desastrosa, hace un año, Benedicto XVI daba un paso histórico. Renunció a su mandato de forma inesperada. Quienes asistieron al consistorio (reunión del colegio cardenalicio) recuerdan ese momento de azoramiento y, para muchos, hasta de ignorancia. En su lujosa residencia de San Calisto, en el barrio Trastevere de Roma, el cardenal Paul Poupard recapitula ese 11 de febrero de 2013, cuando concluyó la sesión del consistorio que despachó asuntos corrientes y los cardenales se pusieron de pie para irse. “Nos dijeron que esperáramos porque iba a haber un anuncio. Entonces, Benedicto XVI leyó el comunicado de la renuncia, en latín. Los que habíamos entendido nos quedamos mudos. Hay que decir que muchos cardenales no tenían ni idea de lo que estaba pasando porque no hablaban latín.” Según cuenta Poupard, unos cuantos cardenales se dieron cuenta de que algo poco habitual había ocurrido por la expresión en el rostro de los que sí entendían bien latín. “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, llegué a la certeza de que, debido a la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de la seriedad de este acto y, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma.” La última renuncia de un papa se remonta a la de Celestino, en el año 1294.
Eduardo Febbro
Francisco ha ido reemplazando las imágenes de Juan Pablo II descoloridas por el tiempo y las muy ocasionales de Benedicto XVI que ornamentaban en Roma locales y restaurantes. La memoria histórica se construye más con imágenes que con hechos: el mandato mediático de Juan Pablo II apabulló al silencioso y falsamente inoperante papado de Joseph Ratzinger. Sin embargo, una lectura minuciosa menos cerrada autoriza una reactualización más justa del mandato de Benedicto XVI. La izquierda lo detesta, y muchos católicos también. Benedicto XVI, rígido y anticuado, teólogo arduo y con escaso encanto, portador de una visión de la Iglesia poco entusiasta, tiene una imagen escabrosa. Ha quedado comprimido entre la devoción a Juan Pablo II y la habilidosa novedad de Francisco. Sin embargo, las decisiones que tomó durante su papado fueron tan determinantes como osadas. En este contexto, su rigidez y sus torpezas no pueden borrar una evidencia: el verdadero enemigo ha sido Juan Pablo II. Su obsesión por derrotar al comunismo, su complicidad con las peores figuras políticas de América latina, sus pactos con mafiosos, banqueros corruptos, cardenales o curas al frente de multinacionales pedófilas (Marcial Maciel, los Legionarios de Cristo), su cinismo político y su oportunismo sin moral alguna son una horrenda memoria para la Santa Sede. Y mucho más. Benedicto XVI pagó por ello.
Presionado por esa herencia desastrosa, hace un año, Benedicto XVI daba un paso histórico. Renunció a su mandato de forma inesperada. Quienes asistieron al consistorio (reunión del colegio cardenalicio) recuerdan ese momento de azoramiento y, para muchos, hasta de ignorancia. En su lujosa residencia de San Calisto, en el barrio Trastevere de Roma, el cardenal Paul Poupard recapitula ese 11 de febrero de 2013, cuando concluyó la sesión del consistorio que despachó asuntos corrientes y los cardenales se pusieron de pie para irse. “Nos dijeron que esperáramos porque iba a haber un anuncio. Entonces, Benedicto XVI leyó el comunicado de la renuncia, en latín. Los que habíamos entendido nos quedamos mudos. Hay que decir que muchos cardenales no tenían ni idea de lo que estaba pasando porque no hablaban latín.” Según cuenta Poupard, unos cuantos cardenales se dieron cuenta de que algo poco habitual había ocurrido por la expresión en el rostro de los que sí entendían bien latín. “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, llegué a la certeza de que, debido a la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de la seriedad de este acto y, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma.” La última renuncia de un papa se remonta a la de Celestino, en el año 1294.
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