Los cuatro cuidados

08 de Noviembre de 2025

[Por: Jorge Costadoat]




Ha cambiado —o habrá de cambiar— el paradigma de la vida espiritual para los cristianos. Hoy se nos pide un giro interior que integre una experiencia de la Madre Tierra como condición ineludible del encuentro con Dios. Se nos ha ampliado el horizonte. Tenemos por delante la posibilidad de un enriquecimiento personal y colectivo extraordinario.

 

Se cumplen quince años de la publicación de la encíclica Laudato si’ del papa Francisco. A ella debemos un profundo agradecimiento.

 

Los cuatro puntos que siguen invitan a meditar uno de los muchos accesos posibles a una experiencia ecológica y medioambiental de Dios.

 

1.- Dios creador

 

No puede ser que no haya un origen porque somos seres originados. Este es un dato duro. Somos. Segundo dato duro: nadie puede decir que se debe ni se merece a sí mismo. ¿Qué trajiste al mundo que fuera tuyo? ¿Qué te llevarás que no te sea arrebatado? No posees nada.

 

Cualquier factor que nos haya generado llamémoslo creador. ¿Un ser divino? Pero, ¿qué es divino? Ese factor originante que nos parió tiene nuestra misma piel pues, aunque sin los demás no podemos nada, podemos incidir en ellos. Somos originados y originantes al mismo tiempo.

 

Para los cristianos este ser del que depende nuestra existencia es denominado amor (1 Jn 4, 8). Dios, para ellos, se llama Amor. Que haya un “dios” que tenga otras características, no nos interesa mucho. ¿Podrá alguien probar la existencia de tal “dios”? Hágalo. Se agradecerá, pues si algo aporta a nuestro conocimiento del Amor debiéramos tenerlo en cuenta para entender qué es el amor.

 

Nosotros los cristianos creemos en el Amor, que este Amor crea y nos está recreando incesantemente; y que, para comprobarlo, nos ha dejado huellas de amor en toda la creación. El asunto fundamental, en realidad, no es si existe un dios; sino si existe el Amor. Es decir, si somos realmente capaces de amar y de ser amados del modo como el Padre amó a su hijo Jesús. Jesús es la mejor prueba que tenemos los cristianos para atestiguar que el Amor sí existe y que, como Cristo resucitado, se halla presente y actuante en el universo ayudando providencialmente a sus creaturas a amarse unas a otras.

 

Cristo, que supo del cuidado de su Padre a lo largo de su vida y que confió a él su destino aun siendo crucificado, cuida de su creación para que también esta triunfe. La Providencia es el nombre del Amor que nos orienta y reorienta. Es fácil perder el camino. Solo el Amor nos indica por dónde seguir para llegar al Padre.

 

La prueba de la existencia del Amor es que “somos” y que también otros “son”; y que co-pertenecemos pues, sin estos nadie se sostiene en pie. La vida en común es turbulenta, está siempre en crisis, por esto dudamos del Amor que nos ha creado, pero es un hecho que solo hay futuro si reconocemos una deuda radical que tenemos con los demás y nos comprometemos a cuidarnos como si fuéramos hijos e hijas del Padre de Jesús.

 

2.- Cuidado de la Tierra

 

Los niños pequeños dicen: “Dios creó el mundo, ¿pero quién creó a Dios?”.

 

Las preguntas de los niños nos ponen en la estacada. Obligan a ir a fondo. En lo inmediato, es evidente que somos hijos de la Tierra. Pacha Mama, la llaman pueblos indígenas; Gaia, la ha denominado una generación de ecologistas. Que Dios se llame Amor y que este Amor sea el Padre y el origen de Jesús y del Espíritu, responde a la pregunta de los niños, pero solo en parte. Pues la existencia de la Tierra es evidente; pero la del Amor no. Comenzamos a saberlo en la medida que experimentamos que la Tierra cuida de nosotros. ¿Nos cuida? No siempre. A veces nos trata mal: terremotos, hambrunas, epidemias, genocidios… El Amor en que creen los cristianos no es de este mundo (Jn 18, 36). Se revela en nuestra Tierra, pero no es mundano.

 

El Amor se revela de un modo misterioso. A veces de un modo luminoso y otras opaco. La entropía desgasta, consume, corrompe y así, transformando radicalmente a los seres, cumple el cuidado con que el Amor va realizando a sus creaturas. Entropía es creación por destrucción y destrucción para creación; es crisis y lisis (descomposición). Sea lo que sea, “la tierra está llena del amor del Señor” (Salmo 33,5).

 

La Madre Tierra nos cuida de un modo que no siempre podemos comprender, pero nos cuida. Tierra es el nombre maternal del Padre. Ella no es mujer, pero se parece a una madre que amamanta y mece; tampoco el Padre es varón. Esta identificación es hoy por hoy simplemente herética. El Amor no tiene sexo. Conocemos al Amor a través de un cuidado parecido al de un padre o una madre; semejante, decimos, porque a veces estos a veces nos oprimen, nos dañan y a muchos descuidan, al igual como suele hacerlo nuestros hermanos.

 

La Tierra nos pare y cuida de sus hijas e hijos, generándonos mediante procesos de creciente complejización que van de la química a la vida y de la vida a la oración. ¡En el cosmos eclosionó un ser que ora! La oración también es una generación terrenal. La Tierra la hace posible; somos polvo más agua, un poco de calor, otro poco de frío, con la capacidad de conversar con el Amor que lo ama. El cuidado con que la Tierra nos ama hace posible lo increíble. Somos tierra que ama y su amor se expresa al máximo en una oración de alabanza y agradecimiento por el cuidado con que somos cuidados.

 

Cuidamos la Tierra. Podemos cuidarla. Somos tierra que cuida y descuida.  La cuidamos para que nos cuide, sí. Pero, sobre todo, porque sí. Porque a la Tierra solo se la ama de verdad cuando se la trata como si no tuviera precio.

 

3.- Cuidado del prójimo

 

En el cristianismo, el cuidado de los demás tiene dos aspectos: cuidar uno del otro y ser cuidado por otro. El primer aspecto alude a la acción de una persona en favor de otra especialmente si padece alguna necesidad; el segundo, al hecho pasivo de recibir de los demás un trato responsable o misericordioso. El amor al prójimo —y el amor del prójimo— son tan fundamentales que llegan a caracterizar al cristianismo. Una de las parábolas que mejor lo ejemplifica es la del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37).

 

Observemos la situación del hombre asaltado por los ladrones y botado a la vera del camino, y la de tantas víctimas del mal natural o moral en la historia de la humanidad. Son y han sido millones de seres humanos quienes han padecido a causa de otras personas u otros factores. Allí están. Es fácil reconocerlos. Allí estamos también, porque nadie, absolutamente nadie, ha sido relevado de sufrir. Sufrimos. El sufrimiento puede hacernos crecer, pero muy frecuentemente nos daña o nos destruye.

 

Nosotros, quienes por alguna razón yacemos al costado de los caminos, clamamos ayuda y agradecemos que alguien nos dé una mano y nos levante. Aquel hombre, víctima del asalto, nada hace; de él no se escucha palabra alguna. Pero podemos adivinar qué hubo en su corazón: dolor y humillación al principio; sanación, dignificación y agradecimiento al día siguiente. Quizás no se enteró quién había sido aquel prójimo que lo recogió, lo entregó al posadero y se preocupó de pagar la cuenta del hostal. La parábola no dice tampoco si el asaltado se recuperó o murió a causa de los golpes recibidos. ¿No murió? Tal vez tampoco llegó a agradecer. Perfectamente pudo no haber despertado más de la paliza recibida ni enterarse del posadero y de la persona que trató de cuidarlo. ¿Invalidaría esta muerte el valor del cuidado recibido? De ninguna manera: el amor gratuito, incluso cuando no alcanza a ser reconocido, tiene un valor infinito. Es expresión del Amor que subyace a la creación y que la restituirá gracias al Cristo crucificado. Cualquier ser humano que sufre —sepa o no por qué— representa a Cristo en la cruz. Es él mismo un sacramento del amor con que Dios hace suyo aquella entropía y el pecado que arruina su creación. En estas personas, Dios se revela. Ellas reclaman de los demás el amor que necesitan, un amor que no es exigible como un derecho, pero que hace razonable pensar que cualquier derecho humanitario tiene un fundamento trascendente.

 

El otro aspecto del amor al prójimo son las acciones, las iniciativas, las luchas y el martirio que, como fue el de Jesús, sufrimos por quienes más lo necesitan. Cuidamos de estos. A menudo identificamos al cristianismo con actuar como samaritanos. Hemos de seguir haciéndolo. Pero rara vez percibimos que lo hacemos no porque nos sea mandado, sino porque, en primer lugar, en virtud de cierta visión de crucificados, somos empáticos con las víctimas del mal. Jesús fue un samaritano con los demás cada vez que curó a algún enfermo o dio la cara por un marginado y, antes que esto, vio en estos un dolor que no debía ser; él mismo, en otros momentos de su vida había experimentado la necesidad de ser aliviado y sanado por alguien. El conocía en carne propia de penas y desgarros, y del valor que en su momento tuvo que ser auxiliado.

 

Somos cuidados, aun antes de abrir los ojos. Y esperamos que, cuando los cerremos, haya alguien que nos acompañe.

 

4.- Cuidado de sí mismo

 

Jesús hablaba de un triple amor: “Ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” (Mateo 22, 37–39).


Que haya que amar a Dios por su creación, lo tenemos claro; que haya que amar al prójimo, sabemos que caracteriza al cristianismo. Lo enfatiza Jesús en estas palabras. Pero en estas mismas palabras, Jesús valora que uno también se ame. Sabemos que quien se ama a sí mismo sin amar al prójimo, se vuelve egoísta. En este caso se ama a sí de un modo defectuoso. Al egoísta la vida termina pasándole la cuenta. Quedará solo. No habrá sabido que “hay más alegría en dar que en recibir” (Hechos 20, 35), como enseñaba Jesús.

 

Tomemos nuevamente las palabras de Jesús. Hay que centrarse en dar. Esto no excluye, sin embargo, que también haya que recibir. Es importante, como se ha dicho, dejarse cuidar. Cuidarse, quererse, dejarse perdonar y levantar la cabeza, no echarse a morir, y comenzar de nuevo, son obligaciones a las que no se puede renunciar. El cuidado comienza con un gesto estético: lavarse la cara y peinarse; así ofrezco a los demás un ademán amoroso. El autocuidado tiene muchas expresiones: el aseo personal, el descanso, comer lo suficiente, dormir, consultar a un médico si es necesario, conversar con alguien cuando se necesita un consejo, practicar un deporte o seguir la bitácora de un jugador u oír música. Asolearse un poco, no mucho. Usar bloqueador cuando convenga. La más sublime acción de amor por sí mismo es mirar el propio corazón con los ojos de Cristo y ampararse en los brazos de María. El cultivo de la propia vida interior -rezar unos minutos al día o caminar en la presencia del Señor- son el cuidado más importante.

 

El autocuidado concreta el amor que la Tierra tiene por nosotros. Nos hace colaborar con ella en amarnos como ella quiere hacerlo y lo hace.

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