[Por: Rosa Ramos]
“Todo está guardado en la memoria, sueño de la vida y de la historia…
Todo está guardado en la memoria, refugio de la vida y de la historia…”
León Gieco
En menos de una semana he vivido dos noches de “hacer memoria” de personas que han sido faros luminosos para muchos y que pueden seguir siéndolo si los dejamos continuar guiando y animando nuestros pasos en el presente. Las experiencias de estas noches me han inspirado estas reflexiones sobre el olvido, el recuerdo, el valor y sentido de “hacer memoria viva que actualiza”.
De distintas maneras los cuatro evangelistas nos invitan a hacer memoria de la última cena, pero en realidad todos los relatos recogidos de las diferentes tradiciones orales, constituyen la memoria viva de ese Dios que se hizo historia aconteciendo en Jesús de Nazaret. Empezaron a escribir en la segunda generación -y también la tercera aportó lo suyo- desde las realidades que les tocaba vivir ya sin Jesús y sin los discípulos directos, para unas comunidades concretas y diferentes que se sentían deudoras del Profeta y Maestro Jesús.
La sociedad actual ha olvidado recordar, cuánto más “hacer memoria”, que no es lo mismo. En la velocidad de esta sociedad líquida y del rendimiento, tal como la describen Sygmunt Bauman y Byung Chul Han, los acontecimientos y las personas pierden la densidad, la dignidad de únicos, de bellos y portadores de significado, de “evangelio”, en suma. Las personas parecen sombras que desfilan silenciosas o bulliciosas, pero “pasan” como estrellas fugaces sin dejar huella, se olvidan y pasan otras, que también se olvidarán. La velocidad de la vida actual, la búsqueda insaciable de lo nuevo y de no sufrir, los nuevos mandamientos posmodernos, condenan al olvido que es la negación de la singularidad y dignidad de las personas. Los sucesos por más hermosos o terribles que sean “pasan” rápido, se suceden en las pantallas, incluso cuando ocurren cerca y nos involucran, no se ven sino como si fueran series a consumir. En la sociedad de la información, nos atiborran de datos, sin dar tiempo al análisis crítico, tampoco a la contemplación.
Contemplar supone detenernos, hacer silencio reverente y prestar plena atención, dejarse tocar, afectar, y si somos personas de fe, poner “eso” ante Dios, “permanecer allí” sostenidos e iluminados por su Espíritu. Contemplar sobre todo a las personas que están o estuvieron en nuestras vidas, y no por acaso, con su densidad vital, con su experiencia, su historia de búsquedas, sus cuitas y sus anhelos hondos. Supone abrir los sentidos físicos y los sentidos interiores para que siga dando de sí aquello único que portan, como hizo Jesús en cada encuentro y como se dejó ungir por el valioso perfume de nardos. Permanecer contemplando, acogiendo en lo más íntimo y dejando que los encuentros y experiencias calen, nos asombren, maravillen o interpelen.
La conciencia es el primer rasgo que nos hace humanos, desde ella puede surgir la libertad para tomar la vida en nuestras manos, vivirla y entregarla con sentido a aquello que vale. Conciencia de nosotros mismos, de nuestros límites, fragilidades, pero también posibilidades, conciencia de tanto bien recibido gratuitamente, de tanta luz que a través de la vida y generosidad de otros hemos recibido. Muchas veces nos pesan las pérdidas, las ausencias, olvidando la belleza y grandeza de lo que nos ha sido dado sin previos méritos ni credenciales. De ahí que recordar es necesario y sanador: volver a pasar por el corazón con infinita reverencia y gratitud el regalo de quienes están o han estado en nuestras vidas como grandes maestros de humanidad.
Los discípulos, los amigos y amigas de Jesús, tras su muerte debieron superar la desilusión, la desolación, y “recordar”; recordar sus parábolas, sus gestos, sus enseñanzas, recuperar su mirada y su fe en el Dios Abba. Ese recordar los llevó a volver a conectar con su mensaje y con su vida, así tanto camino y tantas comidas compartidas los llevaron a la convicción de que el Maestro vivía y estaba presente en medio de ellos en tanto permanecían siendo comunidad. De ahí el valor de compartir la mesa, el vino, la fracción del pan: “Hagan esto en memoria mía”. “Yo estaré con ustedes hasta el final de los tiempos”. Los Evangelios se escribieron recordando comunitariamente.
Lamentablemente hemos convertido esta experiencia fundante en un ritual muchas veces vacío. Hemos creído que repetir palabras, levantando un cáliz y una patena (demasiadas veces de oro y piedras preciosas) era hacer memoria del Viviente. A eso le agregamos con el correr de los siglos unos ropajes especiales, ceremonias en unos espacios enormes, ricamente decorados y creímos que eso bastaba para ser cristianos. Casi sin darnos cuenta dejamos de ser seguidores de aquel Profeta de Nazaret que entregó su vida en Jerusalén, sin desdecirse de su experiencia de Dios y de su reino que se abría paso entre los pequeños. A semejanza de los fariseos del tiempo de Jesús, tan seguros de que la Ley y el Templo los salvaban, los cristianos nos creímos privilegiados y salvados por repetir a diario algunas “fórmulas mágicas” en ciertos “espacios sagrados”.
Si recordar es volver a pasar por el corazón dejando que se esponje y humanice con lo mejor de lo recibido, hacer memoria es comprometernos con la vida y procurarla en abundancia, a semejanza del Maestro Jesús. Algo que entendieron los discípulos es que el Espíritu del Resucitado no los dejaba huérfanos, les seguiría “recordando y enseñando”, vale decir actualizando su mensaje de muchas maneras y a través de personas con carismas diferentes.
Empecé diciendo que en pocos días había vivido dos noches de “hacer memoria”; pues sí, fueron espacio-tiempo privilegiados de auténticos encuentros recordando y actualizando mensajeros entrañables, que hicieron arder nuestro corazón, sentirlos vivos a ellos y al Maestro que siguieron.
En mi artículo anterior hablé del Padre Cacho y en este boletín encuentran también una síntesis de la presentación del nuevo libro que actualiza su memoria. Me sorprendió la concurrencia en una noche de intenso frío invernal, tras un día inhóspito de lluvia… y más el clima que se logró en aquel recinto en que la memoria de Cacho fue creciendo, alumbrando con tantos testimonios. Memoria suya, pero también de Casilda, de otras teresianas y de tantos laicos que se hicieron “piña”, comunidad testigo de otro mundo posible, de reino que crece entre los más vulnerados.
La otra noche igualmente emotiva para mí y para muchos, también fría y lluviosa, fue la del 17 de julio, en que familiares y amigos de Armando Raffo, sj, nos reunimos para agradecer y celebrar su vida, la luz y el perfume de Cristo que irradió en diversos ambientes en que se entregó sin medida. Armando asumió desde muy joven servicios importantes y difíciles por la coyuntura histórica y de la Compañía, fue allí donde lo enviaron “sin chistar” y vivió con integridad su ministerio. Al final de su vida evaluaba que de todos los “cargos” el que más disfrutó fue el más humilde, en Corrientes.
Fiel a la Compañía no dejó de ser fiel a sí mismo, cultivando sus inquietudes intelectuales, por una parte, y por otra, aquello que para él era fundamental: “las relaciones, pues ellas nos constituyen”, repetía una y otra vez. Su alegría y su risa eran señal de su presencia en cualquier sitio; lo fueron a lo largo de toda su vida y acabaron por impregnarnos una vez más esa noche. La cercanía y sencillez a la par que su profundidad, su autenticidad y su amistad a toda prueba, volvieron a hacerse presentes hasta hacer arder nuestros corazones seguros de su presencia allí. Fue un hombre bueno, “en el buen sentido de la palabra bueno”, al decir de Antonio Machado. Quizá Armando se fue antes de lo que deseábamos o necesitábamos, pero su fe, su vida y modo de vivirlas, nos consuela y anima.
Tal como fuimos en esas dos noches invernales volviendo a pasar por nuestros corazones a Cacho y a Armando [ver foto adjunta], tal como fuimos “en rueda de amigos” haciendo memoria de esas vidas bien diferentes, pero ambas gastadas amando sin medida, así los amigos de Jesús compartieron las tradiciones orales que luego fueron escritas. También nosotros fuimos pasando del dolor de la ausencia a la gratitud y la alegría por esas presencias señeras que nos siguen hoy comprometiendo con la vida.
Así sigue la Iglesia viva, en pequeños ámbitos, cultivando junto a tantos testigos “el sueño de la vida y de la historia”, así hacemos realmente memoria del Maestro, procurando seguirlo…
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