[Por: Francisco J. Burgos]
Vivimos en tiempos reaccionarios donde el significado y la práctica de la verdad, la justicia, el amor, la misericordia y la paz no solo son constantemente cuestionados, si no redefinidos, principalmente por personas en posiciones de poder. Esta es una realidad que podemos encontrar en todas las esferas sociales, incluyendo nuestras propias comunidades religiosas. Esta redefinición de valores, aspiraciones y principios fundamentales responde se debe, en parte, a un modelo social que prioriza las ganancias financieras individuales sin preocuparse por la tierra ni por el bienestar de las personas, concretizándose en una cosmovisión que enfatiza ciertos excepcionalismos para justificar la desigualdad, las injusticias y la distancia entre la comunidad humana. Dentro de esta cosmovisión, tanto las personas como la tierra se conciben como descartables y como meros recursos utilitarios para el lucro.
Ante esto, como gente de fe, estamos llamados a detenernos y examinar nuestras vidas. Como cristianas, estamos llamadas a discernir, explorar y atrevernos a probar formas sencillas y prácticas de vivir nuestra fe con integridad y amor radical, mientras buscamos transformar el mundo en un lugar mejor para todos y todas. Este es un llamado a ser veraces y a aferrarnos a la convicción de que el amor se manifiesta en nuestro trabajo cotidiano por la paz y la justicia, al construir comunidades solidarias, acogedoras e inclusivas. Comunidades donde el sentido de pertenencia se encarna al practicar la igualdad y la equidad, y al permanecer abiertos a la acción del Espíritu en nosotros.
Hoy en día, nos vemos especialmente desafiados, pero inequívocamente llamados a ser testigos de la Verdad. Esto nos lleva a reconocer nuestras realidades tal como son, sin caer en patrones de reconceptualización ni distracciones que pretendan disminuir nuestra humanidad y la manifestación divina que reside en ella.
Estamos urgidos de abrazar con entereza nuestra vocación de seguidores del Jesús liberador. Es a partir de esta convicción desde la cual me atrevo a afirmar que no hay nada de malo en llamar genocidio a un genocidio, sin importar bajo qué bandera se lleve a cabo esta abominación. Un genocidio es exactamente lo que el gobierno israelí está haciendo contra los palestinos en Gaza, y no hay nada de antisemita en denunciar esta atrocidad. No hay nada de malo en denunciar la violación de los derechos humanos y la violencia estructural que el gobierno estadounidense está infligiendo a la comunidad inmigrante. En este sentido, debemos identificar a “Alligator Alcatraz” como lo que realmente es y representa -- un campo de concentración.
No está mal desmantelar la idea de que algunas personas valen más que otras por tener un color de piel diferente, hablar un idioma diferente, practicar una religión diferente o por tener una identidad sexual o de género diferente. La discriminación, la violencia y la injusticia no deben albergar refugio en nuestros corazones, y debemos comprometernos a hacer posible la paz.
No podemos fingir que está bien eliminar los programas sociales que benefician a las personas más vulnerables, y más aún cuando dichos programas se eliminan para favorecer la expansión de la maquinaria bélica, la militarización de nuestros territorios y la corrupción. Es cierto que podemos sentirnos paralizados por la enorme injusticia que se despliega ante nosotros, pero debemos unirnos como comunidad para organizarnos con valentía y denunciar sin miedo todo lo que está mal, trabajando para transformar estas crueles situaciones con compasión y solidaridad. Creo firmemente que nuestro silencio corre el riesgo de ser cómplice y genera una brecha entre nuestras intenciones de bien y nuestras acciones proféticas.
Ya no podemos permanecer en silencio ante tanta violencia e injusticia. No podemos permanecer indiferentes ante la amenaza que imponen a la humanidad las fuerzas más egoístas y destructivas que nos separan. No podemos permanecer desconectados de la tierra, perpetuando una relación extractiva que niega nuestro sentido de pertenencia y reciprocidad con la naturaleza. Debemos ser solidarios y defender firmemente el amor, la paz y la dignidad, sin importar si la guerra, la injusticia, el hambre o la limpieza étnica ocurren en China, Ucrania, Haití, Cuba, el Congo o Estados Unidos.
Estoy convencido de que podemos ser mejores en la transformación de las crueles realidades de nuestro tiempo. Creo que podemos ser ‘sal y luz’ en la manera en cómo encarnamos a Jesús en nuestros gestos y quehaceres cotidianos, y en nuestros sueños y aspiraciones de justicia. Guardo en mi corazón la profunda convicción de que nuestra fe nos impulsa a la práctica y a la acción que recrean lo mejor que podemos ser como miembros de la comunidad humana y como gente que busca una auténtica relación de pertenencia y cuidado con nuestra madre tierra. Seamos testigos de la Verdad y abracemos, con valentía, el necesario camino de transformación que conduce hacia la paz y la justicia.
Francisco J. Burgos
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